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jueves, 7 de octubre de 2021

Juventud, divino tesoro


Volvía del canil con Mar y la dejé atada, esperándome, en el super de los chinos. Al salir, vi que se había detenido a mirarla una pareja, una mujer y un hombre grandes ya. La miraban mirarme a mí, y me dijeron que se notaba mucha ternura en el modo en que lo hacía, y por supuesto ponderaron su belleza.

Me pareció un comentario muy lindo, y me quedé conversando un rato con ellos. Me contaban, -ella hablaba más que él-, cómo habían amado a su perrita que se había muerto hacía cinco años, y cómo les costaba pensar en tener otra. Les conté que a mí me había pasado lo mismo, y que ahora estoy un poco asustada porque la tengo que castrar... ¡Ah!¡ la anestesia! me dice la señora. Sigo alentándolos a que se animen. Cuando nos despedimos sentí ganas de preguntarles dónde vivían, pero no lo hice. Todo el tiempo habían estado tomados de las manos, y aunque ese gesto del amor es muy común, en este caso lo percibí tan auténtico: no era estar agarraditos, era darse la mano, ir juntos, y les dije no sólo el "que sigan bien" de rutina, sino "¡Se los ve muy bien!" Y sonrieron.

Y es que esas manos parecían hacerse el amor, estaban tomadas de un modo especial, un agarre que sonaba intenso, sentido, que seguía ahí a lo largo de la charla, imposible de definir.

Y recordé entonces a la vecina del barrio, la señora Adela, quien vivió muchos años acompañada por su amiga Gladys. Sólo y nada menos eran amigas, eran familia.

Gladys se empezó a poner mal y un día murió. Rondaban la misma edad, y Adela acababa de cumplir sus ochenta. Fue entonces cuando el señor aquél que era una especie de familiar postizo, y de quien no recuerdo el nombre, le pidió matrimonio. Él acababa de enviudar y le confesó a Adela que ella siempre había estado en sus anhelos y pensamientos. Y se casaron. Y hasta fueron muy felices.

Ella era soltera, pero él tenía dos hijas, quienes pusieron gritos en el cielo porque creyeron que Adela iba por interés. Entonces, sabiamente, ella renunció a su parte de la herencia para dejarlas en paz, para que los dejaran en paz. Y aún contra las súplicas del hombre de que no hiciera eso, ella supo qué cosa privilegiar en su vida, y eligió bien.

¡Cosas de la juventud!


 


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