Después de mucho tiempo volví a escribir haiku. Es una práctica que había abandonado.
Y es interesante que el haiku sea además de todo una práctica.
Y también fenomenalmente interesante esto: que el haiku es generoso, porque invita al lector a pasar adentro de algo que no aparece totalmente dicho, algo que en cierta manera ha de completar el lector, y por lo mismo es sugerente, no sentencioso.
Mas a la vez, también encontramos haikus que son una especie de exclamaciones espontáneas, del tipo de:
quisiera morir
mirando al cerro Fuji
y de repente
En esos haikus, el lector occidental busca sentidos ocultos. ¡Y no los hay! Sencillamente se dice lo que se dice, y eso es lo que se quiso expresar. No hay el "¿qué habrá querido decir?", ni el tremendo "como si" que tanto le gusta adjudicar a los interpretadores excesivos. Lo que quiso decir es lo que dijo, y si quedaba algo por interpretar de eso, ya es nuestro asunto.
Recuerdo cuando un día decidí publicar en el foro de haiku en el que participaba algo que me pareció un disparate, pero quise arriesgarme. Era esto:
sólo oír el viento
y acariciar a mi perra
querría esta tarde
Y para mi sorpresa más enorme, ese disparate fue el que me llevó a otro "nivel", más o menos como cambiar de cinturón en alguna de las artes marciales.
Ante el crisantemo blanco.
las tijeras.
dudan un instante.
Aunque a veces los ponjas hagan trampitas como aquí, poniendo en las tijeras el yo del haijin, al oriental, al japonés en particular no le gusta poner a su yo en primer plano. El protagonista aquí es el crisantemo blanco, y a través de él, la belleza de la flor.
El yo en Occidente es otra cosa que el yo en Japón, y en Oriente en general. Tratamos a nuestro yo de formas diferentes, le damos y le quitamos autorizaciones, lo habilitamos y lo des-habilitamos para distintas cosas.
El haiku es gentil y a la vez espontáneo, no anda con vueltas, nos obliga a quemarnos el cerebro a los occidentales en cuanto a cómo decir algo consistente en una estructura mínima, nos obliga a elegir con qué detalle no nos interesa quedarnos de la escena, y a qué otro detalle sí queremos privilegiar; y si bien esto es común en todas las expresiones artísticas, en el haiku es imperioso, porque hay poco espacio disponible. Nos invita a no adjetivar, nos prohibe la metáfora, -¡ oh, maldición de todos los dioses del Olimpo!- , nos pide sobriedad y que lo poético entre por otro lado, y encima nos obliga a ser veraces, ya que es obligación del haijin trabajar a partir de sus vivencias.
El haiku no trabaja con ocurrencias mentales ingeniosas, aunque eso existe en Japón con el nombre de zappai; el haiku trata de no ser mental, o mejor dicho de poner lo mental al servicio de la traducción de un pellizco llamado aware que nos llega desde la naturaleza, o de la observación del comportamiento humano. Y también nos invita a dejar pasar a nuestro yo sólo para expresar sentires no racionalizados.
¿Que hay pensamiento? A qué negarlo, y tampoco está nada mal que lo haya. Sólo que , -aunque el haiku y sus amigos nos dejan siempre llenos de preguntas, de excepciones, que nos hacen rascarnos la cabeza-, lo que no hay en el haiku es elucubración, rebuscamiento. Se trata más bien de una forma de pensamiento más intuitiva, que puede conmovernos tanto por su profundidad emocional como por la hondura de lo que podemos extraer de sus entrañas, porque si algo tiene de filosofía es lo mucho que, -tal como en el iceberg- , vive por debajo de lo que se muestra.
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