Quien
tiene la experiencia de haberse roto y haberse reparado a sí mismo, sabe el
infinito gozo que eso atesora, sabe que no es lo mismo estar nuevo que haber
sido aniquilado y restaurado, porque la experiencia de enfermar y
sanar hace de todo lo que era ordinario, algo sublime. Cualquier persona que se
haya restablecido de un daño moral, afectivo, de una ruptura de su equilibrio
interno, sea física, espiritual, psíquica o de cualquier orden y sale del otro
lado de la experiencia después de haberla atravesado sin negarla, está en
condiciones de disfrutar ampliamente, más mucho más de lo que antes disfrutó de
la vida y las acciones cotidianas. Y como el “más” no me gusta, diría mejor,
diría intensamente, diría alegremente, porque las capacidades que estuvieron
colapsadas, aniquiladas, que se sintieron irrecuperables en algún momento,
cuando nacen nuevamente con la ductilidad de los brotes sobre tierra arrasada,
nacen con doble frescura: la de todo lo que nace, y la de lo nacido de la
muerte, o sea de lo renacido, de lo resucitado.
La
alegría de restaurar es algo maravilloso, el placer de restaurar y de que a
través de esa restauración se recupere la utilidad del objeto. Si el objeto es
un vínculo, es maravilloso observar, ser testigo y protagonista a la vez de
cómo el amor se acomoda en las grietas, cómo el amor acepta gustosamente
reconocerse en formas nuevas, y es eso ni más ni menos lo que acontece cuando
el líquido se deja recoger en un jarrón reparado con oro: no hay filtraciones.
Un
vínculo roto, dos que han sufrido y se dejan hacer kintsuji por la vida, y dejan
que el líquido maravilloso del amor los riegue nuevamente, es porque han
aceptado la ruptura de eso que los unió, han aceptado el cambio de forma como
propuesta superadora a la muerte de toda posibilidad de vínculo, han aceptado
que la vida de nueva forma a la forma, y disponga cómo reunir esos pedacitos en
un cacharro nuevo, que quizás en vez de tetera, ahora sea una fuente, o que haya
mutado de taza en pocillo para café: no importa, nada importa más que el
milagro de comprobar cómo el nuevo recipiente sirve, cumple su propósito.
Los
pedacitos participan de un acatamiento que los reorganiza y en el que ellos
mismos cantan la partitura junto con el organizador. Hay una retroalimentación
permanente entre lo que es curado y la fuerza reparadora, una dialéctica no sé
si sería el término adecuado, pero sí la participación dialogada en un camino
dhármico, eudaimónico, cuya prueba de fierro es la felicidad que otorga a las
partes.
Cuando
digo partes, hablo de la reparación de un tejido vincular, pero también y
primero de todo son las propias partes de ese algo que enfermó en nosotros, que
se nos partió, que nos jaqueó la vida. Y también ese es un tejido vincular, ya
que lo que se restablece ante todo, es el vínculo con la vida y con uno mismo.
El amor
sabe cómo hacerlo.
Seremos
nosotros los que lo escuchemos, los que acudamos a donde nos mande estar, aún
en contra de todas las frases hechas, y de todos los saberes acuñados, o tal
vez por eso mismo: la fuerza del amor es algo vivo, no encasillable.
Ningún
amor “drena las energías” de nadie, ningún amor quita fuerzas. Es propio del
amor trascender, encontrar la manera de lo posible en lo posible, es
transmutación de lo yermo y de lo muerto, es energía de construcción.
Probar
este arte da fe y da límite. Otorga la capacidad de reconocer en uno mismo las
señales de que algo está bien o no lo está, de redireccionar las energías, de
ponerlas donde hace falta, de quitarlas de donde no construyen.
Es un
hacer, y como todo hacer constituye su sabiduría mientras hace y mientras
descansa. Aprende del proceso y se deja instruir por el proceso mismo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario