Cuando yo era chica nada de mamá se parecía a mí y nada de mí se parecía a mamá.
Esa pequeña chúcara y de pelo enormemente corto miraba desde abajo y metía miedo, y mi madre también a veces metía miedo cuando yo era chiquita.
Y sin embargo, el tiempo.
Mamá era un ciclón, y cuando enseñaba música en las escuelas se ponía medias de mujer de colores tan discretos como el rojo borgoña, el turquesa o el mostaza, y la llamaban las autoridades para solicitarle que se vistiera como una mujer seria.
Yo fui dejando de a poco de ser esa cosa acurrucada y tímida, flacucha y puro ojos y empecé a moverme delante de los otros con mayor libertad, de a poco fui dejando mi identidad de bailarina solitaria para empezar a desandar el gusano de seda en aras de la mariposa que había escondida dentro mío.
Mamá en cambio fue virando de la despampanante pavo real, de la desinhibida señora que desafiaba al mundo y se ponía a bailar en cualquier lado y a gritar ¡ole! a viva voz, fue mutando despacito pero implacablemente en una dama divertida y dulce capaz de alojar a los otros en su sombra y también en su regazo.
Alguna vez dirigí el himno nacional en un patio de escuela sin darme cuenta de que tenía en mis manos de invierno unos guantecitos traídos de Bariloche con un dedo de cada color, y entonces, cuando la vicedirectora me llamó la atención por tal desparpajo me acordé de mi madre sin darme cuenta.
Fue mucho más tarde cuando convergieron nuestras locuras en algo interesante, y logramos un tiempo de patos en el parque, de goces de ir al cine, y de que cualquier cosa que pudiéramos hacer juntas hasta incluso ir al médico, se transformara en risa indefectiblemente.
Ese tiempo en que yo le di la mano y ella la tomó fuerte, ese tiempo en que ella me dio permiso y yo lo tomé fuerte, fue creo yo, el tiempo en que ella realmente me parió, me bendijo y me largó a vivir.
(A mi mamá de colores, que andará por el cielo desde hace unos diez años)
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