Hoy fue un día de sol, un hermoso día. Canté un montón de veces a voz en cuello Himno de mi corazón, y me acordé de Miguel Abuelo, y de quién era, e imaginé por primera vez que podía captar cuánto sentía lo que decía al escribir: “nada me abruma ni me impide en este día que te quiera, amor. Naturalmente mi presente busca florecer de a dos” qué lindo lo de florecer de a dos naturalmente. “Nada hay que nada prohíba, ya te veo andar en libertad. Que no se rasgue como seda el clima de tu corazón”. Y me voy emocionando, contemplo a la par esos frutos grandotes del palo borracho que oscilan levemente en micro movimientos esplendorosos allí arriba en el cielo refulgente. Acabo de leer esta mañana un artículo llamado “El estado de dios”, y me sentí así, como describía el autor: emocionada. Conmovida. Emocionarse o no emocionarse, parece ser a veces la cuestión, dar cuenta de que uno no sólo está vivo, sino que a veces se da cuenta, y eso lo llena de plenitud. Me acuerdo de cuando mi amiga B. presumía de atravesar esos estados de emoción, que por entonces yo no alcanzaba, y todo esto suena a una competencia bastante tonta acerca de quién tiene o no la posta de algo en esta vida. Lo que sin duda me parece, ahora que lo probé, es que ese estado sensitivo de simplemente estar de acuerdo con la vida en casi todo, es una maravilla.
Pasé luego revista, mientras seguía cantando a voz en cuello, a esa parte que dice: “Tras haber cruzado la mar, te seduciré…” La mar, esa distancia entre vos y yo, seamos quienes seamos vos y yo, algún vos y algún yo cualesquiera, debemos dar un paso después de haber cruzado la vereda por el otro. Te seduciré, vida, te seduciré, no quiero quedarme dormido aquí, dormida aquí, algo puedo hacer.
Nunca como hoy vi tantos gestos amorosos entre la gente. Algo muy curioso, desde mi paseo a la plaza, hasta la noche, cuando volví a sacar a Mar, vi por la calle mucha gente demostrándose afecto: grandes y chicos; lo que más recuerdo es el bracito colgando de un pibe chico, de unos siete u ocho, que después de jugar con la pelota en el pasto, abrazó a su mamá y se quedaron juntos así, entrelazaditos bajo el sol. La escena volvió a repetirse después de que jugara otro rato. Mientras el sol endulzaba nuestra vida en la plaza, mientras Mar estaba por ahí contenta repiqueteando sola, se me acercó una perra que tenía la mirada más dulce que vi en un animal en mucho tiempo, una perrita anciana, de la que luego supe que tenía catorce años. Se acercó a mí varias veces, luego se acercó a Mar; se quedaba a distancias cortas de algunos de los que estábamos en ese cuadradito feliz y soleado del césped. Fue un lindo momento, Cuando nos íbamos de la plaza, nos cruzamos con unas amigas adolescentes o tal vez parejita, no lo sé, que tenían las manos entrelazadas y se coparon con mar y sus ocurrencias. Y para coronar, de espaldas a nosotras iban dos amigos, de estaturas desparejas, con pinta de haber terminado de sudar en algún partido, abrazados también, uno de ambos, el más alto, apoyando su brazo sobre el hombro del más petiso. Cuando por la noche observé en plena avenida más gente de la mano o en gestos cariñosos, me pregunté qué estaba pasando el día de hoy, qué energía movería todo eso, o si era yo que vibraba, -como se dice en jerga espiritual-, en esa sintonía. Sin embargo, suelo observar bastante, y pocos domingos vi tanto despliegue de espontánea amorosidad. Puede que sea la cercanía espiritual de la primavera, o simplemente que mucha gente que se quiere lo hace mejor el fin de semana, sobre todo el domingo, quizás porque el trabajo, el colegio, las ocupaciones todas, constriñen mucho, acaso demasiado, la vida. De todos modos, qué buena idea en estos tiempos tan violentos, que haya quien invierta en abrazos en día domingo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario