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jueves, 12 de mayo de 2022

VARIACIÓN SOBRE TEXTO DE GIRONDO




No sé, me importa un pito que los hombres tengan una limousine o viajen en un patín a pedal, puedo hasta llegar a apetecer su olor a sobaco y mirar con ternura una cabeza totalmente despeinada. Le doy una importancia igual a cero a que vayan bien o mal vestidos pero si hay algo que no puedo tolerarles es que no sepan volar.

Hombre que no vuele con una música o con un poema que no cuente conmigo. Ni qué decir de las amapolas, los flamencos y los colibríes, de los niños pequeños y los ancianos fruncidos desde la pelada hasta el dedo gordo, de las películas de culto y del lado oculto de la luna, de un atardecer en las sierras o en el mar, o de una vaquita de San Antonio: si el hombre no puede volar con esas pequeñeces ¿cómo volaría haciendo el amor? Y no importa demasiado el bolsillo del caballero, aunque debería tener garantizadas las monedas necesarias para salir a pasear a la calesita más linda de la nube vecina o a tomar el globo aerostático que aterriza en Júpiter cada dos años sin que eso constituyera problema alguno.

Eso sí, hay un detalle que no es menor: el cielo también tiene sus reglas, es decir…uno no puede andar volando a dúo por ahí y que uno de ambos pegue un revoleo de alas sin importarle la nariz del compañero, eso sí que no.

O se sale a volar por separado, o si se vuela emparejado hay que mantener la distancia suficiente, o si no, llevar un ritmo acompasado que no permita que el vuelo de uno se tome la atribución de propinar un aletazo al vuelo del otro.

He visto hacer piruetas a pares de mariposas que daban gusto, repimporoteando en el aire haciendo bucles la una tras la otra, arremolinándose de un modo encantador. También he visto albatros volando a distancia prudente como para que cada uno desplegara bien sus alas. Pero eso que hizo el Braulio con la María, eso sí que no me gustó nada. Fíjese que al Braulio le gustaba, cada vez que salían a volar juntos, empezar a hacer trompos, y como tenía alas bien cojudas, un día le dio con una punta que iba a toda velocidad a la María, y le borró la sonrisa. La María se la acomodó y no le dijo nada para no importunarlo, hasta que por segunda vez el Braulio empezó a delirar en el aire y de vuelta le tocó el vuelo a la María, que esta vez patinó sobre una nube resbalosa y se fue a pique.

Otro que supo hacer lío fue el Romualdo con la Juana, pero ahí la que la ligaba no era ella directamente sino todos los nidos que aparecían en el camino: el Romualdo era partidario de la libre expresión, y entonces cuando se inspiraba entraba en unos vórtices tan violentos que solían hacer desaparecer todos los nidos llenos de pichones o de huevos que andaban por ahí.

Y eso la Juana no se lo pudo perdonar, porque su sensibilidad no le permitía asistir a esos espectáculos y hacer de cuenta que se trataba de efectos especiales. Así que ahí andan medio cabizbajos el Braulio y el Romualdo, sin compañera, pero de vez en cuando aún se inspiran con un par de vinos, y logran remontar un vuelo discreto. Cuentan que cuando un día Luca el de Sumo los vio lloriqueando por ahi, fue que dijo eso de que el macho argentino trataba mal a la mujer y después lloraba, pero es nomás una leyenda urbana.

La María recuperó la sonrisa y dice que ya nadie se la saca, porque la tiene tan aprendida que la puede reconstruir a gusto, y la Juana se emparejó con un ornitólogo y entre los dos andan colaborando con el cuidado de los nidos abandonados. 

Por eso es que yo, a la hora de elegir, me quedo con un hombre que quiera volar conmigo en el dorado de los atardeceres, pero eso sí: que no se le ocurra meterse con mi sonrisa, porque es natural y silvestre y me costó mucho reencontrarla después de que la María me enseñara cómo se hacía. Creo que todavía la lleva pegada en el trasero el último volador sin carnet con el que anduve cuando todavía no sabía las reglas de tránsito.


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