"el camino del héroe consiste en decirle sí a la vida bajo sus propias condiciones", Carl Jung
Va llegando cada vez
más gente a un espacio bastante íntimo, aun siendo amplio.
Las sillas
disponibles se van completando en el cine club en que esperamos con mi amiga G.
que empiece la película. Se trata de El sacrificio, de Tarkovski, de la que
nada sé, más que por los elogios que ha recibido.
La única película que
vi del mismo director, -dos veces-, fue Solaris; y aunque no quedó entre las
preferidas de mi vida, me gustó mucho.
Mientras esperábamos
que empezara, hablamos de lo que sentía mi amiga, que no se encontraba bien
porque había tenido un desentendimiento fuerte con su madre.
Cuando elegí esta
propuesta para ir con G. me sentí contenta conmigo misma, ya que también ésta
pertenecía a una lista demasiado larga de películas no aptas para mí, para mi
sensibilidad o hipersensibilidad, o limitación, y hace relativamente poco
tiempo que me encuentro revisitando parte de esa lista pendiente, con muchas
satisfacciones.
Ni bien comenzó la
peli empezó a sonar el aria para contralto de la Pasión según San Mateo, la
cual recuerdo cantada por mi mamá, a quien le quedaba muy bien pese a ser
soprano. Y entonces me acordé de L., que amaba a Tarkovski casi tanto como a la
música, y también me amaba a mí. Ya vivíamos juntos cuando se estrenó El
sacrificio, y había sido él quien me contara cómo esta aria recorría toda la
obra de un modo impactante.
No pude evitar
mencionarle a G. que eso que sonaba lo cantaba mi mamá.
A muy poco tiempo de
haber empezado la proyección, ella se agarró la cabeza; luego se incorporó, y
con la delicadeza que la caracteriza me dijo que se iba a su casa, que no se
sentía bien. Y aunque hice el intento de convencerla de quedarse, me respondió
que su psicóloga le aconsejaba que se respetara esos estados, y quise
acompañarla en ese respeto.
Sentí su silla vacía
a mi lado, como un vacío que hacía rato no registraba, y de pronto me sobrevino
un poco de miedo. Por primera vez en mucho tiempo evocaba la sensación de estar
sola entre un montón de cabezas de gente desconocida, en la penumbra, y me
acordé de tiempos oscuros en los que era yo la que me iba de los cines porque
me sentía mal, o si me quedaba, lo sufría demasiado.
G. le había contado a
su madre el reencuentro con un ex novio que había sido un gran amor, y me había
relatado lo que sintió después de verlo y conversar con él. La había descripto
como una sensación fuerte de pérdida; y más allá de los matices personales que
ella le dio a ese sentimiento, me pregunté si acaso yo no era capaz de volver a
experimentarlo. Esta “yo” que se ufana, - aun sin desear sonar arrogante-, del
bienestar conquistado palmo a palmo. ¿Qué me pasaría si volviese algún día ese
malestar, ese pánico, esa sensación horrible?
La película continuó,
y me empecé a meter en el mundo que proponía. Me gustaron ciertos diálogos,
ciertas maneras de sentir y pensar la vida; la forma teatral y a la vez
pictórica con que todo se iba desplegando. El pequeño niño mudo, oyendo a un
padre muy consciente de su excesiva capacidad de monologar, y que aun así le
estaba dedicando gran parte de sus cavilaciones sobre el mundo.
Todo iba
envolviéndome en ese clima poético que recién empezaba a vislumbrar, y en los
distintos personajes que iban haciéndose reconocibles, cuando de golpe un nudo
de angustia tocó violentamente el argumento, y me sentí petrificada durante un
instante que pareció no tener fin.
Recordé que un rato
antes, uno de los personajes más interesantes, había dicho que todo regalo es
sacrificio. De pronto noté que se había mudado al lado mío una mujer, aprovechando
la silla vacía que G. había dejado, que parecía gustarle porque se encontraba
mucho más cerca de la pantalla.
Me pregunté qué
hacer, porque el clima opresivo se volvía cada vez más espeso. La cualidad
desesperante que parecían tener las cosas iba in crescendo, y, sin embargo, me
sonaba ridícula esa dimensión de tragedia inútil, que no podía evitar
impregnarme aun a mi pesar.
Empecé a preguntarme
de qué modo me podía desprender de esa sensación intensamente angustiosa,
y tomar distancia de la pantalla. Comencé a mirar a mi alrededor, y a
enfocarme en el entorno, en la casona en que se proyecta la película, sus
molduras refinadas, el formato del marco en que se instaló la pantalla, la
quietud de los espectadores, las cabezas mudas, quietísimas; el silencio casi
absoluto, a veces sorprendido por un automóvil que pasa afuera, y de a poco me
voy tranquilizando.
¿Será eso lo que
hacen los psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas cuando se distancian un poco
del paciente? Me pregunto si serviré para eso alguna vez, si habrá habido algún
profesional capaz de entrar en pánico frente al síntoma de un paciente.
Me propongo quedarme,
no dejarme ganar por el deseo de huida sobre el que tanto leí en el libro de
Pema Chödron, ese que constituye casi un evangelio personal. Permanecer clavados
en el instante, recostados en los ángulos filosos. Todo eso que he venido
practicando, y que en este momento parece costarme un poco.
Sin embargo, me
quedo. Ahí, en la sensación de una tragedia descomunal, masiva e irremediable,
que afectará a todo el género humano. Echo mano de un cuartito de ansiolítico y
lo tomo. Pero estoy, no me fui, y eso es lo que importa. No sé qué pasará, y me
quedo.
Parece que una de las
protagonistas está enloqueciendo, y me alegro de que G. no esté presente
mientras transcurre la escena.
Todo esto no es más
que una parodia, me digo. Somos un montón de gente mirando una cosa que no
existe, más que a través de eso que se proyecta delante nuestro y que nos llena
de angustia el alma, mientras afuera el mundo no peligra, o eso creemos, y todo
sigue como de costumbre.
En el fondo todo es
un chiste, me digo, y hasta Tarkovski parece concordar con eso por momentos muy
breves, en que hace algún guiño de humor ruso en medio de un fin del mundo que
se avecinará inexorablemente.
Me consolé cuando el
protagonista nos hizo saber que a él le pasaba lo mismo, que deseaba librarse
de esa emoción ridícula de espanto que lo embargaba a su pesar, ya que amaba la
vida a la que se sentía profundamente arraigado, y más arraigado aún a través
de sus seres queridos.
Pero, sobre todo, lo
que él deseaba era que quienes amaba pudieran retornar al estado anterior
a esa pesadilla. Y era capaz de dar lo que fuera por ese milagro.
Todo empieza a
mejorar desde que el protagonista decide hacerle caso a su amigo, e ir a
visitar a la bruja buena. En bicicleta, para no hacer demasiado ruido.
Amarse es levitar,
como en Solaris.
La única escena que
recuerdo de Solaris es esa en que amarse era levitar, y aquí se repite.
Entonces me repito yo como un mantra, que amar es eso: levitar juntos.
Ella le dice como una
madre que todo va a estar bien, y entonces me digo que amarse es eso también:
sentirse como con una madre que a uno le dice una y otra vez que no corre peligro,
que uno va a estar bien; una madre curadora de males, una madre que desea el
bien de su hijo amado, siempre.
El misticismo
irrumpe. En realidad, estuvo desde el minuto uno y no hizo otra cosa que
crecer. Y me pregunto entonces por Jung, por la sincronicidad, por lo que en el
mundo real se considera delirante, y sin embargo es tan real o más que eso que
se considera realidad.
Percibo un común
sentir espiritual y esotérico que atraviesa a la humanidad toda, que la recorre
y unifica de un modo reparador. Un común sentir espiritual en el mundo, negado
u oscurecido por el afán intelectual de controlarlo todo quizás… Pero el caso
es que eppur si muove, y que amarse es levitar siempre, arriesgarse a lo
extraño, a lo descabellado.
Y volar…Volar como
agarrados fuertemente del pelo de Lady Godiva, revivida en esa niña a quien el
peluquero se lo corta por capricho de su madre.
El silencio acompañó
toooda la obra, con las suaves y escasas intervenciones de una música
japonesa.
Una de las ideas que
más me gustó, fue cuando al comienzo, él le dice al niño que siempre creyó que un
acto repetido cada día en el mismo horario podía cambiar algo en la
humanidad.
Se lo dice mientras
planta un árbol seco, un arbolito japonés, y luego lo riega.
Pienso en Mar y en
mí, en nuestro ritual que no se ha suspendido durante casi dos años, y que se
trata de darle un buen día al día, a las cosas bonitas y a las feas; un buen
día a la vida. Un ritual lindo en cuya eficacia creo, aunque no lo hagamos
siempre en el mismo horario.
Al final de cuentas,
los embrujos de las brujas buenas, salen bien. Y ahora ese hombre, tras haber
constatado que efectivamente el tiempo volvió atrás, cumple su sacrificio:
incendia su casa, y la abandona después de garantizarse que no haya ni un solo
humano dentro de ella.
Los que quedan para
presenciarlo, para dar testimonio, son una bruja buena y un niño que
comienza a hablar, mientras riega un árbol seco como le enseñó su padre
parlanchín que ahora es llevado al loquero.
Tengo las manos hacia
arriba con las palmas abiertas. Respiro y siento mi sonrisa, mientras vuelve a
sonar el aria para contralto, exorcizado el daño, realizada la magia de la
catarsis gracias a Bach y a Tarkovski.
Siento que conviene
quedarse hasta el final del chiste que es la vida; no irse en la peor parte, porque
lo bueno viene después, aun cuando la luz provenga de haber incendiado nuestra
casa.
Miro a la mujer que
está a mi lado. Ella también sonríe, y le dirijo la palabra para preguntarle si
también cree es una maravilla. Me cuenta que es la tercera vez que ve esta
película; que Tarkovski hizo siete en toda su vida, y que me las recomienda.
Nos saludamos gentilmente.
Y así queda
preservada la vida de la humanidad.
Acaso éstos sean los
actos que pongan a levitar al mundo de tal forma, que impidan que la humanidad se
autodestruya antes de contar hasta cero.
(Esta película es un milagro que agradezco haber podido ver. Buscando posteriormente, encontré este enlace https://www.youtube.com/watch?v=ivTODosMeOQ , y otros entre los cuales me llamó la atención éste:https://www.eternacadencia.com.ar/blog/ficcion/item/andrei-tarkovski-el-cine-como-ofrenda.html)
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