Jo, te veo tendida sobre la alfombra
preguntándote en voz alta qué será de una Navidad sin regalos, hace más de un
siglo atrás, en esta misma tierra, el gran país del norte, el de la prosperidad
y la hermandad universal que tanto maltrato se permitió ejercer hacia otros
rincones de la misma tierra grande que nos alberga a todos desde el comienzo.
Te veo adolescer tendida sobre la alfombra, con
una cuota mayor de rebeldía que tus hermanas, con un compromiso intenso hacia
la vida intensa y salvaje a la que tanto me ha gustado cantarle.
Excepto Beth, que te mira desde una piedad
inconmensurable y casi ultraterrena, no te comprenden bien tus hermanas, y la
cotidianeidad de tu época amenaza con tragarte, como viene amenazando a todo
aquel o aquella que no se deje capturar por las mentiras de turno, por los
hábitos mentales y emocionales de su tiempo y su terruño.
Van llegando aquí nuevas voces, mucho más
jóvenes que la mía, anoticiándome,- desde esta materia común yacente en el
polvo de todas las estrellas, como diría el hermano Sagan-, de que el mundo
continúa alimentando su imaginería siniestra hasta el infinito.
Me cuentan de inteligencias artificiales y
cotizaciones, me cuentan de algoritmos y cifras descomunales invertidas en
gastos inauditamente innecesarios, y también de cómo siguen progresando esos aparatos
omnipresentes en los que se mira la vida en una pantalla y la gente la confunde
con la vida real.
Me cuentan del hambre inadmisible, y que la
guerra, -disfrazada con sus múltiples ropajes de urgencias patrióticas o
transnacionales-, sigue dejando jóvenes preguntándose por sus padres en la
Navidad, sigue tragándose víctimas en formas novedosamente refinadas producidas
por las mismas máquinas de crueldad de antaño.
Me da ternura tu pregunta por los regalos, tu
coraje para desafiar las normas, para arriesgarte a lo insólito y así hacer
posibles los pequeños milagros de la alegría. Me emociona tu manera de convocar
a los hechos en vez de asumir el triste destino de ser llevada de la nariz por
los designios ajenos sin asumir el riesgo de la propia imaginación puesta al
servicio de la vida. Esa, la Vida Grande, la que nos abarca y abraza desde el
origen, la misma que hoy está en riesgo de extinguirse, junto con la amada
hierba a la que cantara el amado Walt, con el saltamontes y su mirada
complicada, y con todos los árboles y animalitos del mundo, incluidos nosotros,
pobrecitos humanos.
Por eso, por la urgencia, por el deseo de
cantar, de ser, de vivir las cosas que nos han sido confiadas, yo te pido, te
imploro que no dejes de escribir, que aun cuando te cases con el buen amigo
Baer y te llenes de niños a quienes cuidar en el orfanato, no dejes de escribir
tus sueños, tus anhelos, tus fantasías, tus observaciones hacia el mundo y sus
despropósitos, hacia el mundo y sus bendiciones.
Porque las dos sabemos, como dije alguna vez,
que hay momentos que claman cumplirse, y no sólo lo sabemos, sino que hemos
practicado el riesgo. Por ejemplo, el de decir a otras personas que las amas. O
el de salir a los gritos exclamando a los cuatro vientos éstas, las preguntas
realmente necesarias:
-Tu corazón está latiendo, ¿no?
-No te han encadenado, ¿verdad?
No dejes de escribir, Jo, porque la memoria colectiva debe nutrirse de
sueños, debe alentar a quienes nos miren en un futuro como yo te estoy mirando
ahora, si es que la humanidad sobrevive, y para que sobreviva.
Hay momentos que claman cumplirse, y no hay
nada más patético que la prudencia cuando el precipitarse puede salvar una
vida, incluso, quizá, la propia.
No dejes de escribir Jo, ni ahora ni nunca. Mi
alma saluda a la tuya.
Mary
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