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domingo, 14 de enero de 2024

GLORIA


Anoche escuchaba cómo una psicoanalista explicaba de maravillas el fenómeno de los celos; ponía como ejemplo el quedar fuera de la fiesta a la que no nos han invitado. Cuando quedamos en esa posición, toda la escena de la fiesta parece paradisíaca: la fiesta soñada de la que hemos sido expulsados por omisión, es decir, excluidos. Es la escena del odio,de la rabia. Sin embargo, -decía la licenciada-, cuando por fin somos invitados, la misma fiesta no nos parece algo tan brilloso, tan mágico, sino un acontecimiento que pierde algo de su encanto imaginario.

Ella también explicaba cómo los humanos estamos provistos de la capacidad de poder cambiar de objeto de deseo, lo cual es una suerte, porque si no quedaríamos atrapados en la espera del goce absoluto provisto por una sola situación o un solo ser humano. Des-fijarnos de ese lugar de objeto único parece ser uno de los tesoros que tenemos como especie.

Mientras escuchaba esa parte de la charla, me acordé de que anteanoche me tocó presenciar una escena conocida, del otro lado del telón. Yo estaba con Mar en la plaza. De noche ya no hacía tanto calor, y el vientito estaba delicioso. La plaza Almagro siempre es muy concurrida, es vital, la gente se reúne, los animales, los niños, y una canchita en que a toda hora adolescentes y no tanto juegan con pelota a distintas cosas…En fin: vida.

La plaza está enrejada, y mientras yo canturreaba y Mar corría, miré hacia la vereda y justo escuché cómo una madre explicaba a su hijo chiquito que andaba en un triciclo que no, que mejor no ir a la plaza, “no ves que adentro hay gente que hace deporte, y que está contenta, no como nosotros que estamos aplastados yendo a tomar mate a casa”… El tono con el que lo decía no era dramático sino algo cómico, o así me resultó, por lo que solté una carcajada y la miré. Ella se rió, pero ya estaban casi en la esquina y del lado de afuera, así que no daba para ir convencer a nadie de entrar, y me quedé pensando cuántas pero cuántas veces idealizamos eso que vemos afuera, creyendo que no lo tenemos, y que quienes sí lo tienen son  gente mucho más afortunada que nosotros. Como si muchos de los que estábamos disfrutando de la plaza no fuéramos luego a tomar unos mates cebados con yerba marca acme, o como digo últimamente, con yerba de ayer secada al sol, o a cenar váyase a saber qué cosa, como si no fuera preferible hacer la prueba, y meter al nene, al triciclo y a una misma del lado de adentro para ver que lo que se siente es gratis, inclusivo y contagioso, y se llama alegría.

Tal vez sea un extraño virus procedente del verde plateado por la luna, o del brillo de las estrellas. Tal vez durante el día lo propaguen el viento, los panaderos y los pájaros, pero estaría muy bien animarse a desmerecer la neurosis que don Freud tan bien supo explicar y atravesar el telón de la terrorífica escena para contarle que también estar adentro puede saber a gloria.



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