Frente a las tragedias de la vida, es increíble cómo fácilmente pretendemos posicionarnos en un lugar de juicio. Una especie de “algo habrán hecho”, o una versión apócrifa de Yupanqui que dijera “la suerte es de nosotros, las desgracias son ajenas”, como si hubiera una especie de merecimiento en esa desgracia o tragedia cuando no se trata de la propia.
Nos pasa frente al cáncer, al infarto, al acv de cualquiera, frente a un accidente, al hijo que salió autista, esquizofrénico o hijo de puta, a la pareja que lo o la dejó, y así las cosas. Todo lo ajeno, si no es bueno, tiene explicación, y seguramente pudo ser anticipado y prevenido, cosa que nosotros hacemos a la perfección en nuestras vidas, en estos tiempos de crueldad avalada por las pseudo psicologías y las pseudo espiritualidades, y ni qué hablar por las corrientes políticas y económicas del ultra individualismo, -aunque no te creas que únicamente de ese lado, Wilson querido.
Y sí, en general conviene, -o más bien, ¡lo bien que viene! -, preguntarse por la parte de uno en la mala suerte de uno, por eso de la pulsión de muerte, la compulsión a repetición, y no sea cosa de re caer en lo que las viejas generaciones tenían marcado a fuego, ese “pobrecito” o “pobrecita”, que todo lo explicaba y que avalaba casi cualquier miseria humana.
Pero más allá de la utilidad, del buen uso de todas las herramientas con las que tratamos de ponernos del lado vital de la vida, y por más biodecodificación, psicoanálisis, terapias cognitivas respaldadas por la ciencia, o aperturas de registros akáshicos, constelaciones familiares, y tutti li fioqui, hay un “no sé” final, honesto, sobre todo honesto con la vida, del que no podemos distraernos.
Porque,- por detestable que parezca-, podemos morirnos o enfermarnos como cualquiera, algo importante se nos puede romper, puede desatarse una guerra el esperado día de nuestra boda con la mejor mujer del mundo o con el hombre más noble y hermoso, pueden demoler las torres gemelas con nosotros o un amigo adentro, declarar el estado de sitio, los amigos del barrio pueden desaparecer sin que ningún dinosaurio esté momentáneamente amenazado, puede chocar el tren de once, puede aparecer un tipo de bigote que amasije gente inocente en campos de concentración, o cualquier otra cosa absolutamente ajena a la ley del merecimiento que tan prolijamente disparamos sobre otros.
“Yo me merezco algo mejor”, detonamos, mientras hasta nos animamos a la crueldad para con un otro al que mejor tener lejos, al que mejor declarar tóxico porque le tocó una realidad que no comprendemos ni queremos comprender.
Porque pocos comprenden, - y menos aún acompañan-, al desgraciado en su desgracia, en esa suerte ajena a todo merecimiento, que capaz un día nos toque atravesar y para cuya causa, por más que busquemos en el karma o cualquier otra hipótesis, sólo tengamos un noble “no sé”.
Padre: si te es posible, aparta de mí este cáliz, dijo Cristo.
Toda desgracia habla en cierta forma de los hilos del azar. ¿Quién los sostiene? ¿Hay alguien realmente que los maneja? ¿Tiene el universo una lógica implacable cuya comprensión nos excede?
Es cierto que podemos leer en nuestros actos de hoy muchas de las consecuencias que tendremos mañana.
También es cierto que a veces quedamos tristemente implicados en las decisiones de otros… tal vez porque lo hemos consentido, aunque lo hayamos consentido en nombre del amor.
Me gusta el budismo porque nos invita a ver el momento presente como nuestro profesor, sin eludir nada, ni la alegría, ni el dolor por fuerte o extremo que pudiera resultar.
Me gusta la psicología porque nos invita a ver nuestra parte en las desgracias y las gracias nuestras de cada día.
Pero me gusta también el budismo porque Buda no elude el dolor, ni la vejez, ni la muerte y la impermanencia como realidades inexorables.
Es muy tentador creer en esa forma a veces realmente tangible en que,- con el beneplácito de Jung-, las cosas que suceden nos hablan profundamente de nosotros, sea lo que fuere que suceda. Pero también el mismísimo Jung observará que entre las consecuencias de nuestros actos, aun los más maravillosos, también el oponente que necesitamos en ese tramo vital, aparecerá.…A veces hasta quien otrora fue nuestro mentor se transforma en oponente.
Sin embargo, que el momento sea nuestro profesor no significa ni que debamos quedarnos a que nos corten en pedacitos en nombre del amor, ni tampoco que todo lo que suceda pueda caber en nuestro entendimiento, ni explicarse por la famosa ley de atracción ( a la que nadie puede suscribir seriamente) ni la de causalidad.
No hacemos más que desparramar nuestra soberbia individualista cuando jugamos a ser dios sin matrícula.
El mundo está lleno de gente que juzga un dolor que no es el suyo, dice sabiamente Maxy Cambiasso.
Hay cosas de cuya causa no tenemos la idea más remota, muertes súbitas como la de mi amigo Norber, que sabía cuidarse y ser feliz con lo que tenía.
Y al pensar en él, recorro un tiempo felizmente anterior a que nos invadiera la moda de la felicidad como imposición de mercado, antes de que nos insensibilizáramos a punto de creerle más a la etiqueta de un paquete que dice “café”, que al olor que emana de su contenido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario