Cuando me proponían meditar, hace unas décadas, sentí que eso era algo bueno tal vez, pero raro, algo desencajado, ampuloso, quizás innecesario, algo hermético, que no llegaba a comprender por más que leyera sobre eso, algo para excéntricos.
Tímidamente, incursioné en el zen, un picoteo esporádico que me dejaba una sensación de bienestar pero no tanto, algo dentro de lo que yo buscaba otra cosa que no encontraba, y que no sabía bien qué era, y que nadie tampoco me decía en qué consistía.
Hay quienes siguen meditando para sentirse así. Especiales, excéntricos, alejados del ruido mundano, elevados, felices, extasiados, capaces de acceder a estados de conciencia extraordinarios, y algo de eso suena interesante y puede serlo.
Otros entendemos que la meditación nos abre a la realidad de lo que somos, de lo que son los demás, de lo que es la vida. Que la meditación nos empieza a desnudar de poses, de ilusiones sobre nosotros mismos, y nos pone en contacto con la piel de las cosas, de los sucesos, y con nuestra propia piel, en lo que tiene de rugoso como en lo que tiene de suave, en sus costras y cicatrices y en su dimensión ilesa. La piel de nuestra alma, una y otra vez.
Al acceder a la piel de nuestra alma, ya no puede haber demasiado engaño en cuanto a la piel del alma ajena, y viceversa, no nos venden la pureza ilimitada, ni la amorosidad sin mácula, no nos compramos que la toxicidad sea ajena ni tampoco que sea sólo propia, no compramos mentiras ni siquiera las nuestras que tan tentadoras nos sonaban otrora.
No. Meditar puede ser incómodo, porque nos abre, y en toda apertura hay cancelación del obstinado apetito de absoluto que se esconde en las respuestas rápidas, en la disposición a no escuchar, a no profundizar, a seguir tentadoras recetas para la felicidad.
Y lo que es más amenazante aún: meditar no es algo que se haga solamente ni principalmente sentado. Meditar es un modo de vivir que nos dispone a ralentizar la respuesta para que surja espacio entre lo que creo ser y lo que soy, entre lo que sucede y lo que me sucede, entre lo que dicen los otros y lo que digo y viceversa, Meditar es algo que predispone en el fondo a reírse de los absolutos, a desear ser auténtico incluso a contrapelo de las conveniencias. Meditar es ser, por debajo y por arriba de la norma. Y es desafiar la noción de que haya arriba y debajo de algo.
Meditar como camino, puede incluir momentos de ser profundamente incorrecto, políticamente incorrecto, incluye enojarse y demostrarlo, y también todo lo contrario. El camino que abre la meditación es el de una apertura sincera que permite corregir una y mil veces, barajar y dar de nuevo a cada paso y encontrar una forma de incluirnos de lleno en la humanidad, no afuera de nada, no afuera del mal ni. . afuera del bien, y sobre todo, no a salvo, nunca.
Ser humanos, plenamente humanos no nos pone a salvo del peligro de enfermar, de ser malos por momentos, de morir, de lastimar o lastimarnos, no nos cristaliza en el lado bueno, ni en el lado cómodo de la vida. Ser humanos es una vocación de por vida, un desafío a nuestras costumbres, una invitación a renacer a cada instante, y la vía de la meditación es ese canal de apertura que nos amplifica la sensibilidad y nos libera una y otra vez.
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