lo supe al ver el mar
desde esta almena:
yo estuve aquí de niño
-Luis Carril-
Lugar de poesía y arte
La mujer lleva el carrito de metal y la bolsa made-in-china
Símbolo perfecto de lo que en todo el mundo nos hace iguales
Atraviesa las grandes aguas
Erguida
En soledad digna
Sensual, altiva
Y pinta sus labios con el rouge rojo amarronado
Una vez más
Esperando al hombre que pueda desearla sin sentirse intimidado desde adentro por las viejas visiones de la vida
Del sexo
De la esperanza
Del amor
Ella busca a su sobrina
Porque hijos no tuvo
Pero en el camino
Encuentra a otros
Su perfil parece la proa del barco de Odiseo,
En un ferry cabe tanta miel como abundancia
En un ferry la vida se da vuelta
La esperanza surca el mar
Baila con los demás una danza ancestral
Como si fuera desconocida
Se da una panzada de alegría
De vida
De manos que guardan para ella los dulces de una fiesta a la que no fue
Eso es la ternura
Al fin de cuentas
Amar hasta reventar decía el Sabalero
Y los ojos georgianos de ella
Dicen lo mismo:
“Ahora”
https://dalepoesia.blogspot.com/?m=0
agradeciendo a Daniel Rafalovich su generosidad hacia todos los que intentamos escribir poesía, e invitando a seguir su blog: dale poesía
Leamos: no hay mejor estimulante.
Hoy por primera vez me recosté sobre la reposera de la plaza. Esa que todas las veces anteriores visité nada más que sentada. Daba el solcito todavía, y me dieron muchas ganas de quedarme dormida así, mientras escuchaba cantar a los zorzales de la tarde. Sentía una gran placidez. Y entonces, recordé. Solías llegar en tu bici un ratito después que yo, y nos estacionábamos ahí, en ese banco que quedaba cerca de la calesita, pero dándole la espalda. Nunca hablabas más que algún par de palabras, bastante a desgano, pero me conmovían mucho tus ojos, ya desde el primer día que nos hicimos amigos. Siempre fui sensible a la manera de mirar de la gente, y tu forma de mirar llegó primero. Tus ojos eran color café, pero hubiera dado lo mismo que fueran azules o verdes. Yo te contaba siempre un montón de cosas, y en poco tiempo te habías convertido en mi confidente, en mi amigo. Íbamos y veníamos por la tarde con la facilidad del sol, pedaleando o caminando entre canteros, y deteniéndonos con la misma facilidad para observar las cosas, los árboles a veces, y los perros… Y esa tarde en particular nos habíamos puesto a mirar los muñecos de la calesita, qué animales representaban, sus formas y colores, la bocha de la sortija que nos recordaba una manzana de esas con caramelo y pochoclo, y después, casi al atardecer, fue cuando pasó eso. Recuerdo a una señora que nos vio, y nos miró con sorpresa: te habías puesto a llorar como una criatura abrazado a mí, pero trepado a mí. Todo sucedió de repente. Estábamos sentados en el mismo banco y de pronto te subiste como un monito a mi falda como si yo fuera un árbol, un tronco fuerte del que te agarrabas, nuestras manos entrelazadas con la misma fuerza, y aunque me llevó un rato darme cuenta de que estabas llorando, pude sentir el temblor de tu cuerpo sobre el mío, mientras los sollozos te atravesaban y me traspasaban, poniéndolo a vibrar en una misma sintonía, como si fuéramos un solo cuerpo emocionado. El sol doraba todo y yo veía flores violetas al entornar los ojos. Por entonces éramos tan delgados que parecíamos niños; creo que alguien podría habernos confundido con dos criaturas pequeñas, pero sin embargo éramos ya adolescentes, tan flaquitos como las ramas de un árbol joven. Y nos quedamos así abrazados largo rato después de que dejaras de llorar. No me pesabas. Me gustaba la posición en la que estábamos y el calor que sentía en contacto con tu cuerpo. Fue difícil desasirnos el uno del otro. Y aunque separáramos nuestros cuerpos, los ojos, las miradas continuaban delineando un destino, un dibujo irresistible. Agarramos nuestras bicicletas y seguimos de la mano, caminando juntos y sin ganas de irnos a casa. Como vos no preguntabas nada, se me ocurrió no ya preguntarte, sino proponerte algo. Te dije, creo, algo así como que yo todavía no le había dado un beso a nadie, y que me gustaba la idea de probar con vos. Algo se te iluminó en la cara, y asentiste. Ni vos ni yo sabíamos dónde vivía el otro exactamente. De pronto nos detuvimos junto a la calesita, y observamos que el calesitero estaba juntando su dinero de la jornada. Ya se estaba haciendo de noche. Al cabo de un rato dejó de sonar la música, y después de cerrar el cortinado verde turquesa y de darle un par de vueltas a la llave que cerraba la reja, el hombre se fue. Era tarde, pero no queríamos volver. Yo revolví y encontré en mi bolsillo unas galletitas. Agua, había en los surtidores. Así que después de beber un poco, esperamos a que ya no quedara nadie más que los pájaros, y entonces nos subimos a la reja y pasamos del otro lado. No era muy difícil. Recuerdo que una vez que estuvimos del lado de adentro, fuiste vos quien se animó a correr el cortinado y me invitaste a entrar. Nos acompañaban los leones trepados a su barra metálica, y al otro lado, un carruaje pintado de colores fuertes, en el que podíamos sentarnos. Pero nos acostamos silenciosamente en el espacio que quedaba entre medio. Las manos, en su deslizamiento lento pero continuo, inventaron por nosotros todo el calor que necesitábamos para juntar los cuatro labios como una rosa de arcilla, que iba tomando extrañas formas, y al ir descubriendo el jugo que creaban nuestros movimientos, también nuestras lenguas se sumaron a un juego extraño y nuevo, que cosquilleaba por todas las zonas de mi humanidad que nunca creí vivas de esa manera. Ninguno de los dos fue más allá de ese contacto, de las caricias de los labios las lenguas y los dedos que desfilaban por las zonas que dejaban vacantes nuestras ropas; no nos animamos a tocar nada que estuviera por dentro de ellas, pero sí nos quedamos abrazados, reposando, tapándonos con un saco. Y cuando estábamos ya trepándonos a las rejas para salir, fue cuando esa linterna nos iluminó fuerte, aunque no era nada su luz comparándola con la que yo ya tenía adentro. Ahora, acostada en esta reposera, sueño con que es de noche y apretamos en el jardín zoológico, que es una mezcla del de antes con el de ahora. Nos habíamos citado allí, entre maras y pavos reales, y hacíamos el amor sin ropa. Ya éramos adultos en el sueño, y estábamos aún desnudos y tan contentos...no había nadie más que nosotros y los pájaros, y entonces nos poníamos a jugar con los muñecos grandotes que viven bajo el agua y que los chicos hacen mover con los botones. Luego nos despedimos con la discreción de viejos amantes, realizando acciones verdaderamente revulsivas como, por ejemplo, darnos un beso kilométrico, interminable, sabroso, y exhibir una sonrisa de oreja a oreja. Yo te proponía cantar cada uno una canción alegre y repetirla hasta el próximo encuentro, y vos asentías. Ahí me desperté. Tal vez influyó que anoche volviera a ver Las alas del deseo, tan luego ... Al echar a andar en dirección hacia mi casa, observé que ya casi no se sentía el sol. Aún quedaban unos algodones de palo borracho sobre la tierra. Creo que si el ángel hubiera estado ahí ese día, observando todo desde arriba de la calesita, se habría inspirado para decidirse a desencarnar y salir corriendo detrás de la trapecista alada. Sea como fuere, yo deseo encontrarte para aprender ahora cómo es tu voz.
La lámpara que alumbra mi escritura en la noche
es la continuación de la luna
La música que suena en mi corazón
es la continuación de la mano del amor en mi mundo
Lo que es apetito se ha llenado de duraznos
Lo dulce colma lo dulce
Lo hondo se satisface en el deseo
Escribir es un riesgo que riega
Hallar dónde poner un punto
es una manera de encontrar el nombre de dios
Las minúsculas, el código de todos los secretos que se susurran
en la noche intensa de los vivos
El mar que canta salvajadas
El río, melismas acuáticos
Todos los paisajes responden a nuestra sombra
No soy dueña de estas palabras
Las he solicitado cordialmente a la noche con mi mano en alto
Como una antena
Como la antena izquierda de una salvaje esperanza
De una fatiga inmóvil
De un deseo que no sucumbe ni en las sombras
Ni en la inmensa luz
(pintura de Jeanie Tomanek)
Hoy fue un día de sol, un hermoso día. Canté un montón de veces a voz en cuello Himno de mi corazón, y me acordé de Miguel Abuelo, y de quién era, e imaginé por primera vez que podía captar cuánto sentía lo que decía al escribir: “nada me abruma ni me impide en este día que te quiera, amor. Naturalmente mi presente busca florecer de a dos” qué lindo lo de florecer de a dos naturalmente. “Nada hay que nada prohíba, ya te veo andar en libertad. Que no se rasgue como seda el clima de tu corazón”. Y me voy emocionando, contemplo a la par esos frutos grandotes del palo borracho que oscilan levemente en micro movimientos esplendorosos allí arriba en el cielo refulgente. Acabo de leer esta mañana un artículo llamado “El estado de dios”, y me sentí así, como describía el autor: emocionada. Conmovida. Emocionarse o no emocionarse, parece ser a veces la cuestión, dar cuenta de que uno no sólo está vivo, sino que a veces se da cuenta, y eso lo llena de plenitud. Me acuerdo de cuando mi amiga B. presumía de atravesar esos estados de emoción, que por entonces yo no alcanzaba, y todo esto suena a una competencia bastante tonta acerca de quién tiene o no la posta de algo en esta vida. Lo que sin duda me parece, ahora que lo probé, es que ese estado sensitivo de simplemente estar de acuerdo con la vida en casi todo, es una maravilla.
Pasé luego revista, mientras seguía cantando a voz en cuello, a esa parte que dice: “Tras haber cruzado la mar, te seduciré…” La mar, esa distancia entre vos y yo, seamos quienes seamos vos y yo, algún vos y algún yo cualesquiera, debemos dar un paso después de haber cruzado la vereda por el otro. Te seduciré, vida, te seduciré, no quiero quedarme dormido aquí, dormida aquí, algo puedo hacer.
Nunca como hoy vi tantos gestos amorosos entre la gente. Algo muy curioso, desde mi paseo a la plaza, hasta la noche, cuando volví a sacar a Mar, vi por la calle mucha gente demostrándose afecto: grandes y chicos; lo que más recuerdo es el bracito colgando de un pibe chico, de unos siete u ocho, que después de jugar con la pelota en el pasto, abrazó a su mamá y se quedaron juntos así, entrelazaditos bajo el sol. La escena volvió a repetirse después de que jugara otro rato. Mientras el sol endulzaba nuestra vida en la plaza, mientras Mar estaba por ahí contenta repiqueteando sola, se me acercó una perra que tenía la mirada más dulce que vi en un animal en mucho tiempo, una perrita anciana, de la que luego supe que tenía catorce años. Se acercó a mí varias veces, luego se acercó a Mar; se quedaba a distancias cortas de algunos de los que estábamos en ese cuadradito feliz y soleado del césped. Fue un lindo momento, Cuando nos íbamos de la plaza, nos cruzamos con unas amigas adolescentes o tal vez parejita, no lo sé, que tenían las manos entrelazadas y se coparon con mar y sus ocurrencias. Y para coronar, de espaldas a nosotras iban dos amigos, de estaturas desparejas, con pinta de haber terminado de sudar en algún partido, abrazados también, uno de ambos, el más alto, apoyando su brazo sobre el hombro del más petiso. Cuando por la noche observé en plena avenida más gente de la mano o en gestos cariñosos, me pregunté qué estaba pasando el día de hoy, qué energía movería todo eso, o si era yo que vibraba, -como se dice en jerga espiritual-, en esa sintonía. Sin embargo, suelo observar bastante, y pocos domingos vi tanto despliegue de espontánea amorosidad. Puede que sea la cercanía espiritual de la primavera, o simplemente que mucha gente que se quiere lo hace mejor el fin de semana, sobre todo el domingo, quizás porque el trabajo, el colegio, las ocupaciones todas, constriñen mucho, acaso demasiado, la vida. De todos modos, qué buena idea en estos tiempos tan violentos, que haya quien invierta en abrazos en día domingo.
los verdaderos pacifistas lloran gritan se enojan y se apasionan
porque prefieren darle de comer al monstruo todos los días
un poquito de imperfección
que dejarlo tan famélico que, -en su ilusión de semidios altivo y anoréxico-
termine comiéndose toda la sangre que requiere reponer las energías
de su santidad, la pureza.
Es un hecho histórico en mi vida adulta poder tener un piano en mi casa, ya que estudié siempre en la casa materna.
Es algo muy emocionante para mí contar con esta posibilidad, tan ansiada, y que hace honor a mi madre, a su legado, tanto como a la familia que le dio permiso a sus sueños para tomar consistencia.
Mar supo festejar la llegada de los señores que lo armaron, y el resto será ir descubriendo la fiesta cotidiana de su presencia, que espero produzca mucho sonido, mucho arte y mucha vida.

Hay que abrirlos. Sólo hay que abrirlos.
Como
abrir el piano que acaba de llegar a mi casa, y aceptar el paso de los años en cada uno de mis dedos. Y también el paso de los años sin haberlo tocado.
Sin embargo, -de a poco, a pura frecuentación-, el milagro de la apertura
del cofre del tesoro, se produce.
¿Cuál
será el tesoro y cuál el cofre? No lo sé.
Sé
que así, -a puro frecuentar- nos conformamos, en el sentido de darnos forma a
nosotros mismos. Algo en nuestra infancia y en cada una de nuestras vivencias
significativas deja esa huella mnémica que creemos muerta, pero sólo duerme,
como esa bella del bosque que espera el beso adecuado.
Concretamente,
en pocos días han aparecido en mi cabeza melodías de cuando recién comenzaba a
tocar, o de algunos años más tarde, preludios fáciles de Bach, ‘El primer
dolor’ del Álbum para la juventud de Schumann…Y a pocas horas de estrenar la
presencia de este coloso en mi pequeña casa, aparece sola y desvergonzada la
melodía de Reverie de Debussy, que había llegado yo a tocar muy bien para mis
diecisiete, pero luego nunca más.
¿De
dónde surge todo aquello? Cada uno de mis dedos, -aun no teniendo la misma ductilidad
que supieron tener, y con algunas limitaciones sutiles posteriores
a la fractura del año pasado-, sin embargo son capaces de realizar esa magia prodigiosa. ¿Qué seremos realmente capaces de olvidar? No lo sé.
Si
me corro un poco del tema del piano, también estos últimos tiempos, desde que frecuento
más la casa que era de la familia, se me aparecen fragmentos de poemas iniciáticos,
frases enteras de alguno de mis primeros pininos, de los que ni siquiera conservo copia,
o si la guardé, no sé dónde podría estar.
Creo
que frecuentamos muchas cosas: pensamientos, personas, recuerdos, ideas... frecuentamos situaciones, y ese ir y venir hacia esos lugares internos o
externos deja una huella que, aunque podamos abandonar por tiempo
indeterminado, a fuerza de volver sobre su trazo, nos recupera la vivencia que
la originó. Encontrarnos con personas que compartieron tiempo intenso con
nosotros nos abre a mundos insospechadamente vivos dentro nuestro: idiomas o
códigos comunes, bromas, anécdotas, paisajes… Necesitamos del otro para
reconstruir pasajes enteros de nuestra vida.
Tener
por primera vez un piano en casa, mi propio piano, -estela también del piano materno
que lo hizo posible-, abre en mí naufragios deliciosos por mares antiguos.
Los
pasos que hemos pisado merecen ser recogidos para otorgarles frescura e
investirlos de lo que somos hoy, en este tiempo presente tan habitado por lo
que fue y por el ferviente deseo con que los sueños esperan por fin dejar el
útero y nombrar la vida.
Ni remotamente pretendería suplir en esta modestísima nota el conocimiento y los años de estudio de mi profesora. Sólo me propongo al tomar esta situación como referencia, hacer una suerte de analogía, para poder hablar un poco respecto de a dónde va a parar nuestra atención en nuestra vida cotidiana.
Porque si la masa de una tarta me está quedando o muy chirle o muy seca, por más que revise la receta y me diga que todo está muy bien, algo me quiere decir mi propio tacto, en contacto con la masa. ¿A qué le presto atención entonces?
Sé de un anciano que todos los días controla la concordancia o disonancia de su sensación de frío con la temperatura 'real' , por lo cual si hay concordancia, se tranquiliza, pero si él siente más frío que el que 'debería (?) sentir, se martiriza.
Si algo que estaba en la heladera huele mal, y al revisar su fecha de vencimiento todo está perfecto, pero no obstante sigue oliendo así, ¿a qué le hago caso?
Y lo cierto es que está muy bien guiarse por un manual de anatomía, y estudiarlo con muchísima atención. Pero sin dejar de contrastar lo que se lee con la realidad, y asegurarse no sólo de que esté actualizado, sino de que sea un manual de anatomía.
Muchas veces estamos siguiendo la coreografía de otra danza que no es la que suena. No parecemos muy entrenados para cambiar de ritmo aunque nadie anuncie que se acabó el vals y empieza la chacarera. Nuestro oído tiene sin dudas la información fidedigna.
En los vínculos humanos no habría que olvidarse de chequear el clima mientras se está con el otro. Hay quienes se mantienen fieles al manual de instrucciones que les dio alguien, o que urdieron anteayer, en vez de pulsar la situación según cómo se presenta. Escucharse el cuerpo, y tratar de registrar el ajeno, y a falta de datos, hacer las preguntas necesarias. Escucharse el alma del mismo modo, para no olvidar la anatomía fluctuante, temblorosa y actual de todo lo que está vivo, y no permite ser diseccionado.