“El que sabe no es sabio. El que es sabio no sabe” Lao Tsé
En el pueblo de Humanorum existían cuatro bares, a saber: el Bar de la Esquina, el Bar de la Otra Esquina, el Bar de Enfrente y el Bar de la otra Cuadra, todos emblemáticos y de alta tradición en el lugar.
Para ubicarnos en el mismo, diré que los cuatro bares, - como corresponde a un pueblo chico -, se hallaban situados en forma equidistante de la plaza, situada a su vez en el centro irrefutable de la escena, lo cual explica el por qué de la importancia de las esquinas.
Y para completar la presentación, referiré que El Bar de la Esquina era regenteado por su dueño, el señor de la Tuca; el de la Otra Esquina tenía por dueño y encargado al señor Merquerín, mientras que los dos restantes estaban bajo el patrocinio del señor Abstruso y la señora Miel Pura del Valle Dorado.
El asunto es que cuando Eugenio, el bien nacido, (apodado así por su madre, para reforzar la etimología del nombre que con esmerado simbolismo había elegido para su único hijo) entró a trabajar como mozo en el prestigioso Bar de la Otra Esquina, ni siquiera sospechaba, - pese a haber nacido en el mismísimo pueblo -, las sórdidas conspiraciones (que no por reales dejaban de ser sutilmente imperceptibles para ojos no avezados) que se tejían en el seno de una institución con tan pequeñas pretensiones como lo es por esencia y definición un bar.
Lo primero que observó Eugenio a su arribo, fue la desbordante asistencia a la que debía atender. Un verdadero tumulto: grupúsculos variados, distribuyéndose libres por el espacio disponible, con características bien diferentes entre sí, aunque con un rasgo en común que a Eugenio prontamente le llamó la atención: todos manifestaban tener una vida sexual muy, muy activa.
Con las semanas, Eugenio empezó a identificar a los grupetes con nombres que le servían para referirse a ellos cuando conversaba con su madre. Así fueron apareciendo los "cuenta-culos", y los "enumeradores de electrodomésticos", por citar tan sólo un par de ejemplos, aunque el de enumeradores de electrodomésticos, - adquiridos a granel durante el mandato del presidente Semen -, y el de los cuenta-culos tenían en común entre sí y con todo el resto de la muchachada que frecuentaba el lugar , la añoranza de los tiempos en que desear y comprar eran una sola cosa.
Cabe aclarar que prácticamente no concurrían damas a este bar tan popular, sino casi exclusivamente caballeros. Con el correr de los días y de los meses, Eugenio empezó a darse cuenta de que la vida sexual más intensa que llevaban los muchachos era puramente oral.
Pero la piedra de toque que dio pie a Eugenio a retirarse de dicho trabajo fue el descubrimiento de que el señor Merquerín no andaba en negocios muy limpios, sino más bien un tanto polvorientos, y no precisamente de tierra, sino más bien de unos polvillos muy blancos que movilizaban a unos cuantos sujetos a dirigirse allí. Sin decir demasiado, Eugenio se fue a buscar trabajo a otro lado.
Con discreción y tranquilo el paso, se dirigió al Bar de la Esquina, que le pareció el más adecuado para iniciar una nueva etapa, libre de historias turbias.
Allí lo recibió con una amplia sonrisa el señor de la Tuca, quien además le prodigó un abrazo digno de amigos entrañables. Eugenio se sintió muy cómodo y gratamente impresionado por el trato recibido (aunque también algo atontado por el potente olor a sahumerios que inundaba el lugar, aunque, - pensó -, no dejaba de ser agradable).
La primera persona que le llamó la atención entre la variopinta clientela que visitaba el Bar de la Otra Esquina, fue un hombre ya entrado en años, con la barba canosa y la testa pelada, un tanto solitario, que se ubicaba preferentemente en una mesa próxima a la ventana. Solía sacar una libreta en la que anotaba cosas con una birome, tras largas pausas en las que se quedaba con la mirada perdida, o bien observando por la ventana el paisaje y la gente que pasaba. Con el tiempo, Eugenio supo que aquel hombre era conocido como Inocencio el Paria. Lo del "paria" era de cosecha propia, ya que era una especie de apellido que él mismo había dado en otorgarse.
Por lo demás, allí la gente parecía ser muy pacífica: siempre se trataban en forma cariñosa, se escuchaba buena música, - por lo general tranquila -, y se respetaban los hábitos de cada quien, a veces algo excéntricos... Había quien bailaba solo, quien se pasaba de tragos, quien agarraba una guitarra e irrumpía en alaridos que los demás celebraban como si se tratara de la novena sinfonía de Beethoven, y quien se ponía a declamar incoherencias durante ratos tan prolongados que hubiera sacado de quicio a más de un cristiano. Sin embargo allí nadie se irritaba: tan sólo se miraban y sonreían, como si hubiera una tácita prohibición no sólo de burlarse (lo cual a Eugenio le parecía bien), sino simplemente de manifestar, - aún cordialmente - , algún tipo de molestia.
El hábito más extendido entre los habitués del lugar era el consumo de cannabis, aunque no todos participaban de esta práctica, de la que por otro lado nadie hacía alarde.
En cambio a Eugenio le llamaba la atención que haciendo chistes tan picantes, y con tanto bromeado coqueteo, la gente terminara llegando a su casa tan sola como había salido de ella..."Demasiada canción y poca acción", pensaba Eugenio para sus fueros íntimos.
Un día llegó una muchachita, María, que tímidamente se acercó al señor de la Tuca para ponderar la música que siempre escuchaba desde afuera, y preguntarle si podía pasar.
Poco a poco fue integrándose al paisaje del Café de la Esquina, aunque su actitud era más bien parecida a la de Inocencio el Paria: siempre terminaba quedándose un poco al margen, como si algo la separara de la gente, aunque a todos les sonriera. Por otra parte ella siempre pedía cafés, y eso llamaba la atención en el resto de la clientela, mayoritariamente volcados al alcohol.
Como el hábito de beber era considerado allí signo de distensión y alegría, le insistían mucho a María para que bebiera, sin percibir que ella se encontraba a su modo distendida y feliz entre ellos.
Tal era la insistencia, que una noche, - saturada por tanta presión, y a la vez con la íntima esperanza de haber encontrado un ámbito en el que pudiera compartir algo muy suyo con confianza - , María terminó confesando que no tomaba alcohol porque tal vez era demasiado cuidadosa con su medicación... Psicofármacos, para ser más precisa.
Ni bien hubo pronunciado la palabra ” psicofármacos”, le llovió un sermón no solicitado sobre la industria farmacológica, sobre lo peligroso que podía resultar la ingestión de tan sólo una aspirina, y lo beneficioso de las sustancias naturales puestas por dios sobre la tierra, como por ejemplo el cannabis y los hongos alucinógenos...
Aunque un poco incómoda, María sorteó el sermón como pudo, y la noche siguiente volvió a concurrir con la ilusión de seguir pasando buenos momentos junto con quienes consideraba ya sus amigos... Pero una de las muchachas, bastante pasada de alcohol, se dedicó a ridiculizarla con agresividad y a viva voz, ante lo cual Inocencio el Paria intervino sin decir palabra: simplemente tomó del brazo a María y se la llevó del lugar, para no volver.
Tras irse ambos, todo continuó sin comentarios, como si nada hubiera ocurrido. Cada cual en su isla, en esa libertad que a Eugenio de pronto se le tornó falsa, como de seres que fingían comunicación, pero que en realidad permanecían ligados sólo por sentirse del mismo palo, de la misma familia, buena o mala, pero familia al fin.
Aunque siguió yendo allí por un tiempo, Eugenio ya no se sentía contento: empezaba a captar los cinismos y las falsedades que tras la cortés cáscara del amor y la paz se escondían en cada cara , en cada gesto, y un buen día huyó de allí en busca de otro ambiente, después de ser saludado por el señor de la Tuca con un intenso abrazo del que al día siguiente ya no quedaría ni huella.
(continúa en la segunda entrega)
imagen tomada de proyectopulperia.blogspot.com
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