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jueves, 20 de mayo de 2021

DON DE LÁGRIMAS, del libro "PUERTO LIBRE", de Ángeles Mastretta

Con el tiempo uno vuelve a llorar como los niños, por lo que sea. Llora con más frecuencia que de joven, pero también con más pudor que nunca. Porque con el tiempo uno aprende a mirarse cuando llora, y eso lo seca todo.

Antes, siempre que recordaba a mi padre me sentía huérfana y en el derecho a llorar por él y por mí con todas las lágrimas que desde niña guardé para cuando se muriera. Pero lo recordaba menos que ahora. Ahora lo pienso por lo menos una vez al día, sólo que cuando voy a llorar más de dos lágrimas me miro las manos y pienso que a mi edad hay quienes pierden a sus hijos. Entonces mi derecho a llorar desaparece.

Hace días, en medio de la noche se oyó un ruido de cristales cerca del comedor. No fui a buscar su origen, le tuve miedo al fantasma que jugaba en la cocina o en mi estudio. A la mañana siguiente encontré en el suelo las dos barcas que Pamela Atkinson le robó una tarde a Holbox. Quién sabe cómo se habían caído del librero a medianoche, el caso es que los vidrios del marco rompieron la foto y cuando la vi quise llorar. Nunca he podido conocer la isla de pájaros y pescadores solitarios que es Holbox, tener las barcas señoreando los dos metros en que escribo era un modo de poseerla desde lejos, a la isla y a tantas cosas que sólo he tenido como torres de viento. Me senté a ver las barcas separadas por un agujero de cristales y solté las primeras dos lágrimas. Después, la maldición de la mirada me jodió la ambición de imposibles. ¿Qué más quieres, ingrata, si puedes patinar el Parque México?

Ya no puede uno llorar ni en los entierros.

– Haz algo útil -me aconseja el buen juicio cuando la pena quiere volverse ruido-. Si empiezas no vas a servir de nada

Tampoco está bien llorar en público cuando el Gabo García Márquez está leyendo una cosa que hace reír a todo el mundo.

– Es tristísimo -me digo con las lágrimas como sables. Luego echo la cabeza para atrás y me las como.

Si la cabeza no se metiera en lo que no le importa uno podría llorar como quien duerme, para descansar. No habría que sentir vergüenza de lagrimear los lunes en el homenaje a la bandera que hacen nuestros hijos cuando entran a la escuela, podría uno hacer pataletas tirada en el suelo cuando se despide de alguien, no nos importaría que todo mundo oyera nuestros gemidos en el cine y por supuesto que podríamos acompañar a otros en sus lágrimas cuando los vemos sufrir sabiendo que no hay cómo ayudarlos. Si es tan natural reírse con la risa de otros, ¿por qué contenemos el impulso de llorar con otros? ¿Por qué si valoramos el sentido del humor encontramos vergonzoso el don de llanto? Seríamos mucho más entendidos si nos permitiéramos llorar cuando queremos.

Sin embargo hemos puesto las cosas de tal modo que uno ya no puede llorar ni por lo que debe. Por eso tienen mérito las personas que pasan de los cuarenta conservando lo que peyorativamente se llama lágrima fácil.

Elena Ramos Sauri era bajita y rubia, de ojos verde agua y lengua apresurada. Yo no la veía vieja pero ya no era joven en los tardíos años cincuenta. Tenía una tienda pequeña que se llamaba “El Caracolito”, en la que vendía billetes de lotería y salchichas con pan caliente. Ibamos a visitarla alguna tarde de la semana y la oíamos hablar con nuestra madre que era hija de su hermana y le tenía una devoción como la que se les tiene a los niños. Mientras ella hervía las salchichas y buscaba un refresco para cada sobrino, le contaba a mi madre unas historias para adultos que aún iluminan mis recuerdos por la velocidad y la precisión de sus imágenes. Siempre tenía en la boca un deseo o un delirio, una necesidad impostergable, la eterna añoranza de su marido ausente. Y siempre pero siempre terminaba salpicando sus palabras con unas lágrimas grandes que no trataba de disimular y que salían de sus pequeños ojos claros con una naturalidad deslumbrante. De la manga del suéter o la bolsa de la falda sacaba un pañuelo de tela bordada y sin dejar de hablar se secaba unas lágrimas para dejar paso a las otras. No recuerdo a mi madre sobresaltada o incómoda con las lágrimas de la tía Nena, era tan natural su llanto y tan corta su estatura que ella la trataba como a una niña y los niños la veíamos como a una igual. Por eso, por la facilidad con que lloraba, quedarse a dormir en su casa era una fiesta. Estar con ella era distinto a estar con cualquier otro adulto. Con ella se valían los cambios de clima internos que los niños aún no aprenden a disimular. Y acompañarla en sus rezos junto a la veladora que presidía la luz de su pasillo, era entrar en unas confianzas con el Todopoderoso que nadie fuera de ella se permitía a nuestro alrededor. Justo antes de dormir y después de cenar chocolate y galletas, se autorizaba una última llorada a los pies de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Ahí dejaba hasta el más viejo de sus pesares y después dormía con el alma limpia de lágrimas hasta el día siguiente.

Pero no bien abría los ojos a la vida, al entrar la luz en hilos delgados por las maderas que oscurecían su recámara, se sentaba en la cama, prendía la lámpara de su mesa de noche y abría el primer cajón buscando los cigarros. Fumaba jalando el humo con suspiros profundos y bien acompasados, sin darse más tregua que la necesaria para devolverlo al aire en penumbra de la recámara. Al terminar apretaba el cigarro contra el cenicero dándole golpecitos apresurados y recordaba el tiempo en que aprendió a fumar: vivía con sus papás en la Ciudad de México. La revolución los había llevado de la hacienda en provincia a la casa en las calles de Oaxaca que era su última pertenencia, y vivían con estrechez pero en paz.

– Pobrecitos mis papacitos, tan buenos -decía al mismo tiempo en que soltaba las primeras lágrimas de la mañana. Después se levantaba a ponerse una bata sobre el camisón por el que dejaba salir la mitad de sus blanquísimos pechos, abría los oscuros y me llevaba a preparar un suculento desayuno escanciado con recuerdos y lágrimas.

Los adultos hacían bromas sobre la facilidad con que lloraba la tía Nena, pero alguna envidia debe haberles provocado lo que les parecía una mezcla de impudicia con debilidad. Yo crecí admirándola, aunque al fin aprendí a no llorar como se debe. Tanto oí que eso era lo correcto, lo fino, lo valiente. Tanto, que me sonroja llorar tras de la puerta cuando nadie está viéndome, cuando el nudo en la espalda me sugiere durante más de una semana que la única cura sería llorar un rato sin buen gusto y sin miedo junto a una veladora.

Tuve otras maestras de llanto cuyas enseñanzas me haría falta practicar. La primera se llamaba Lupe Cuatle. Llegó a trabajar como nana en una familia de cuatro niños cuya hija mayor tenia tres años. Mis hermanos habían nacido a tal velocidad después de mi que nunca pude sentir tener celos. Cuando nos dimos cuenta éramos cinco reclutas del mismo profesionalismo conyugal. Entonces yo tenia cuatro años y la edad perfecta para iniciarme en el aprendizaje del llanto. Pero no tenia buenas maestras a mi alrededor, mi madre jamás lloró frente a nosotros, Delfina la cocinera no lloraba ni cuando se cortaba ni cuando se quemaba, y Lupe Cuatle parecía inmutable y hierática. Hasta que se peleó con su novio. Entonces anduvo un tiempo con el ceño fruncido y la mirada baja que la hacían parecer más una víctima del mal humor que del mal amor y una tarde al cerrarse la puerta tras mi madre, prendió el radio y llamó por teléfono para pedir que la complacieran con una melodía. Luego se sentó en el suelo frente al aparato guardado en un mueble de caoba y me permitió estar cerca subida en una silla columpiando los pies. Aún recuerdo la solemnidad de su gesto cuando el locutor anunció que había llegado el momento de complacer a la señorita Cuatle con la canción Espinita interpretada por Maria Victoria. Después la música irrumpió por la casa a un volumen jamás escuchado entre sus armoniosas paredes y Lupe empezó a llorar como si en ese momento le estuvieran clavando todas las espinas del mundo a su atribulado corazón.

Yo quisiera haberte sido infiel

y pagarte con una traición

decía entre sollozos desconsolados, ensimismada y remota. Yo no había visto a nadie mayor de cuatro años llorando de esa manera, pero no se me ocurrió ni consolarla ni asustarme. Me limité a entender que si uno quiere llorar y no puede, debe ayudarse con una canción.

Después de aquella tarde vi llorar a Lupe muchas veces, como si la primera canción la hubiera abierto a la dicha del desconsuelo sin recato. A veces ni el radio le hacía falta, dada la confianza que le ofrecía mi respeto absoluto a sus lágrimas y sus canciones, lloraba tarareando mientras me peinaba con goma de tragacanto y un implacable carmenador blanco.

Mi otra maestra se llamaba Guillermina Guerra, pero le decíamos seño Mini. Era redondita, bondadosa, morena y sonriente, con unos ojos vivos como de ardilla y una agilidad escasa pero llena de gracia. En realidad en el colegio la contrataron para enseñarnos taquimecanografía, pero ella pareció saber siempre que estaba llamada a enseñar algo más importante. Quizá por ese aprendizaje pasé de año a pesar de no haber aprendido en taquigrafía más que el gramálogo México, la abreviatura de hombre, la raya horizontal para ahorrarse el que y el ángulo vertical para suplir el para.

La maestra Guerra empleó su tiempo en enseñarnos cosas más útiles y duraderas. Entre otras a llorar con los libros.

Tenía un desordenado grupo de quince adolescentes interesadas en todo menos en su futuro como taquimecanógrafas. Así que optó por leernos novelas de amor como incentivo de sus lecciones. Al principio la escuchábamos leer mientras tecleábamos lo que ella iba dictando, pero según se hacían intrincadas las aventuras de Anita de Montemar o el duque de Albaza, el ruido de las máquinas iba apagándose y el salón se erguía en un suspenso irremediable y perfecto. La seño Mini dejaba de pasearse entre las bancas y tomaba asiento tras su escritorio empezando a leer despacio como una vestal. Entonces lloraba sin ruido mientras iba leyendo. Nosotras la oíamos, desperezadas al fin, ir contando los desencuentros de gente destinada siempre a encontrarse en el último párrafo, tras múltiples enredos y malentendidos durante los cuales aprendimos lo que nunca en ninguna otra clase, a desear los libros. Cuando terminaba la hora y la pequeña sacerdotisa cerraba la novela para meterla en un bolsón cargado de libretas y manuales, yo no quería otra cosa que robársela para encerrame a devorarla hasta saber el final. Sin embargo nunca me atrevía a pedírsela, quizá porque sabia que ella la necesitaba para iniciar a otras adolescentes en el rito primero de llorar por los amores alrevesados.

Casi cualquiera de nosotros ha tenido al menos un buen maestro del don de llanto, aunque a diario traicionemos sus enseñanzas para complacer al buen gusto y al arte de fingir fortaleza. Como si hubiera más valor en suicidarse que en seguir vivo, como si los que creen que se han acostumbrado al ruido no estuvieran en realidad quedándose de a poco en la sordera.

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