Hace ya quince días que estamos pasando su primer celo. Bueno, el celo es de ella, pero el acompañamiento es mío. Mar, a sus diez meses y después de mucho desparramo de feromonas, finalmente entró en celo y tuvimos que dejar de ir al canil, porque si los perros ya antes se le lanzaban encima, ahora no es cuestión de arriesgarse a semejante situación con un animalito que pesa quince kilos de amor y de energía a borbotones. Así que estamos transitando la situación en mi departamento de un ambiente, y para matizar, vamos juntas a la terraza del edificio a jugar y tomar sol, y a veces, también luna.
Recuerdo que cuando llegó la pandemia empecé a acostumbrarme a mirar para arriba cuando salía, a mirar al cielo, pasara lo que pasara. Lo hacía como una invitación al optimismo, a no abandonar la esperanza, cifrándola en la inmensidad del cielo límpido e intensamente azul. Si bien no abandoné esa costumbre, desde que Mar vive conmigo mirarla vivir a ella es una invitación cotidiana a la belleza. Todos los días me fascinan sus gestos perrunos, sus expresiones, cuando inclina la cabeza y fija esos ojitos oscuros en los míos, cuando me lame, o apoya su cabeza en mi regazo. Mar es bella, no sólo por su espléndido pelaje negro y su porte elegante, sino por la picardía de sus gestos, por sus orejas continuamente dadas vuelta, por su locura de correr descontroladamente en los espacios abiertos. Mar me cuida y se preocupa perrunamente cuando me ve prorrumpir en improperios, exaltada, cada vez que no encuentro algo, y sobre todo si se cae cualquier objeto haciendo mucho ruido. En esos casos parece desesperarse y viene a buscarme como si yo estuviera corriendo algún peligro. Mar duerme conmigo y me hace el regalo de aplastarme un poco, como para dejarse acariciar, aliviando mi necesidad de abrazar y tocar, que ella recibe con el mismo regocijo que a mí me produce hacer ambas cosas. A veces ronca, y otras veces suspira, y siempre termina haciéndome reír. Ha roto cosas, pero excepto un par de veces en que me enojé enfáticamente, es muy difícil para mí poder retarla en serio. Me siento una especie de abuela reblandecida, aunque a la vez la nombro como si fuera mi hija y yo su madre humana. La nombro con mil apodos de mi acervo afectivo, algunos de los cuales no llego ni siquiera a racionalizar antes de pronunciarlos.
Todo esto es para decir que en realidad Mar colabora de un modo más que elocuente a que yo me enamore de la vida, y no deja que me olvide, porque me trae a cada rato a ese estado del espíritu.
Confieso que temí un poco cómo sería atravesar su celo. Pero como suele suceder, las cosas no son como las imaginamos. El celo parece haberle sentado bien. Quiero decir que está más tranquila e incluso no me ha roto cosas cuando salgo. Entonces la felicito a mi llegada por lo bien que se portó, y eso ayuda bastante a que cada vez se porte mejor en ese sentido. Y las salidas a la terraza constituyen un capítulo aparte. Ella no subía desde cachorrita. Ni bien le aplicaron todas las vacunas ya empezamos a ir a la plaza y luego al canil para que pudiera descargar energía y jugar con otros amigos. Me llamó la atención que al subir por el ascensor se mirara en el espejo, pero no le atribuí mucha importancia. Al llegar a la terraza jugamos con una pelotita, y es muy divertido. A ella le gusta, y a veces, si la veo poco activa me pongo a correr o a hacer alguna payasada a la que ella reacciona enseguida. Pero gradualmente se han ido pronunciando cada vez más unos momentos en que deja de interesarse por el ir y venir de la pelotita y se pone a observar las palomas. A veces sentada, y otras, queriéndose asomar al borde de la medianera. Yo sabía que le gustaba correrlas, pero nunca la había visto mirarlas. Largamente, siguiendo su vuelo, o sus movimientos.
Traté muchas veces de insistir en vano con la pelotita, así que empecé a sentarme junto a ella o a cierta distancia, y a observar yo también las palomas y su vuelo.
Algunos días parecemos los personajes de Esperando a Godot, ambas sentadas y mirando en lontananza, cosa que me causa bastante gracia.
Pero lo más curioso de nuestro avistaje de palomas, es que yo también he descubierto algunas cosas. Por ejemplo, que eso que siempre me llamó la atención en cuanto al comportamiento amatorio de las palomas es un asunto que muchas veces se resuelve en las alturas. Voy al hecho de que mil veces en las plazas y parques uno advierte cómo los palomos se inflan todos haciendo un currucucú intenso mientras se devanean alrededor de la paloma, que pese a la insistencia del macho termina haciéndole oleeee y se va volando. Observé este comportamiento cientos de veces, y hasta me pregunté cómo hacen para reproducirse tan profusamente con semejante desplante recurrente de la hembra.
Bueno, pareciera ser que en la terraza de mi edificio las cosas se ponen más amigables, y las palomas se hacen arrumacos muchas, muchas veces. No sé si será la altura lo que las fascina, o el silencio y la ausencia de seres humanos, pero el caso es que eso que parecía imposible en el llano no lo es en la terraza.
Mar también olisquea el aire. Es lindo verla mover el hociquito rápidamente de un lado a otro, y también, como gran oyente que es, seguir los ruidos de los aleteos.
Lo del espejo es un hecho. Una y otra vez la veo observarse como si se reconociera, no sólo en el espejo del ascensor, sino también en uno de casa, frente al cual a veces retrocede como para tomar distancia ante sí misma, y luego se vuelve a acercar asombrada frente al reflejo de su propia imagen.
Hay otra cosa nueva que viene sucediendo en esta etapa y que no es tan agradable, y es que se ha puesto a ladrar por las mañanas. Ladra a la mismísima nada. Pero ladra con vehemencia. A veces se puede relacionar su ladrido con ruidos que llegan del pasillo, pero es algo que dura un rato considerable, y que luego no se repite durante el resto del día.
Hoy al llegar de hacer las compras me encontré con una señora grande a la que no había visto nunca, un poco encorvada, llevando un changuito y bastante agitada. Yo no sabía si seguiría subiendo o no, y le ofrecí ayuda. Ahí nos presentamos y descubrí que se trataba de una vecina nueva. Me contó que estaba sola, que era viuda, con una mirada un poco torva que asomaba entre el barbijo y el flequillo. Cuando me presenté, enseguida me dijo: - Usted no es la dueña del perro que chumba ¿no? Y yo le contesté que sí, que soy la dueña del perro que chumba. A lo que respondió que no me imaginaba así.
No sé realmente cómo me imaginaría, pero tal vez le haya resultado más amigable de lo que ella considerara adecuado para una dueña de perros chumbadores. Su mirada me resultó fea, difícil, así que no me dieron ganas de continuar demasiado la charla, no obstante lo cual nos saludamos muy bien.
Y me quedé pensando en esto de cómo nos imaginamos los unos a los otros. Mar es esa perra que chumba y molesta a los vecinos. A la vez, es la perra que me enamora, que me lame y olfatea, que me hace fiestas y se deja acariciar y abrazar, la perra bucólica que observa las palomas y se mira en el espejo, la perrita amigable que saluda a todo el mundo, torpe pero efusivamente.
Tal vez Mar no sea tampoco lo que imagina la vecina cuando dice “el perro que chumba”. Tal vez la vecina no sea tan sólo esa mirada torva por debajo del flequillo.
Tal vez seamos tan diferentes cosas a la vez… Tal vez, pienso, mientras la llevo a Mar a la terraza, ascensor arriba.
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