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jueves, 2 de septiembre de 2021

AÚN




Había una vez una jovencita llamada Ana que acababa de casarse con Marcelo, su novio desde hacía cuatro años, Puki para los amigos. Marcelo era un buen tipo, o al menos eso parecía; estudiaba medicina y era el sueño de toda madre: un hombre  trabajador. 

Ana se había quedado sola de su papá muy chiquita, pero sus recuerdos del papi eran los mejores, y la acompañaban para donde fuera. El señor Fernandez había sido uno de esos padres amorosos y pródigos, y además un tipo vital y de buena onda de esos que no abundan, pero se murió. Justo tuvo que morirse él tan temprano, dejando a su mamá sola y sin trabajo, a cargo de ella.

La madre de Ana no era una mujer simpática, por el contrario, tenía una forma muy negativa de ver la existencia y de vivirla, no se daba maña para ganarse la vida, y Ana, -que al parecer había heredado el talento y la vitalidad del padre-,  en cambio, se las fue ingeniando para rebuscar unos pesitos desde bastante chica, dándole clases a sus compañeritas, ya que tenía mucha facilidad de aprendizaje y también de palabra.

Así había llegado a sus veintitrés siendo una joven decidida, bonita, con una sonrisa siempre bien puesta, estudiante de teatro, amante de la literatura, las artes plásticas, la danza, el cine, siempre dispuesta a viajar y, en fin, se estaba casando ahora con un novio que le gustaba, que tenía un buen pasar, y con el que compartían cosas lindas, aunque no quería preguntarse demasiado seriamente si realmente se sentía enamorada de él.

Así fue como después de las ceremonias de rigor, emprendieron su viaje de luna de miel hacia Bariloche.

Ya llegados al hotel, empezaron las comidas a horarios estipulados, y había que bajar una escalera importante para llegar al salón comedor.

Fue bajando esa escalera que Ana, pendiente de no tropezarse con los tacos, de pronto levantó la vista y su mirada se cruzó sin permiso de los astros con la de un sujeto masculino de ojos color café que parecía haber mirado para arriba justo en el mismo instante en que ella miraba para abajo, y algo en el estómago le dio un brinco a la vez que el tiempo y los sonidos del entorno parecían disolverse dejando sólo un par de ojos café fijos en ella, y así fue que se detuvo la escena hasta que Puki le apretó un poco el brazo con el que la sostenía y ella retornó a la normalidad, al ruido ambiente y a la necesidad de seguir controlando sus tacos mientras terminaba de bajar hacia el comedor.

La luna y la miel siguieron su rumbo predecible, sin inmutar aparentemente el destino de ninguna de las cosas programadas que venían esperándolos, hasta que en una excursión, volvieron a toparse las miradas que se habían cruzado en la escalera. Fue ahí cuando Ana se percató de que el portador de los ojos café más hermosos del universo y sus alrededores era ni más ni menos que el guía de turismo que los llevaría a recorrer el paisaje nevado del Sur.

Ana era una mujer hermosa y sumamente llamativa, que vista desde afuera parecía estar advertida de su suerte, pero que como tantas jóvenes hermosas que parecen saber que lo son, en realidad no lo saben: no sólo no se dan cuenta, sino que consideran altamente improbable que un hombre deseable por ellas las advierta a su vez.

Y Santiago, que así se llamaba el guía de turismo, sí la había advertido, y en medio de una multitud de chicas que le mandaban indirectas en el micro, y que lo miraban tanto como para dejarlo ojeado, sólo tenía ojos para Ana porque a él también se le había detenido el reloj en ese minuto en que al subir la escalera la vio. Cosas que pasan. Y les tenían que pasar a ellos.

Situación incómoda si las hay, Ana la piloteó de la sonrisa para afuera a las mil maravillas pero su estómago le decía otra cosa cada vez que Santiago volvía a insistir en mirarla de un modo notorio, no para Marcelo justamente, que parecía más pendiente del paisaje que de su mujer. Tan era así la cosa, que en un momento una de las chicas del micro se dio vuelta para mirarla con cara de odio, ante lo cual Ana se sonrojó.

No había demasiado para hacer, y no se había estrenado aún la película Los puentes de Madison, por lo cual ninguna escena de las que continúan pudo haber sido sacada más que de las respuestas de cada uno de los protagonistas del flechazo, según se da en llamar a este fenómeno un tanto infrecuente, pero indudablemente poderoso.

Una noche en que Puki se había ido a curiosear la terraza, Ana aprovechó para ubicar a Santiago en el pub en que solía hacer tiempo. Allí fue donde se desencadenó todo: el muchacho, que no quería comprometerla, le dejó su teléfono escrito en un papel, -ya que estamos situando la acción en una época A.C., es decir, anterior al celular-, sin pedirle el de ella, y dejando a su criterio la posibilidad de generar un encuentro. Entre tanto, la conversación que tuvieron alcanzó para darle tiempo a la irrupción de un beso tan inevitable como privilegiadamente bello. Y aunque ya sin ese acto la suerte estaba echada, si algo le faltaba era esa dimensión de la belleza, del deleite inaudito tocado por un dios demente en un momento absolutamente inoportuno.

Ana por supuesto eligió el matrimonio y la lealtad al hombre que ya sabía que no estaba amando, pero un día en que se decidió a contemplar la posibilidad de cambiar el rumbo y llamar a Santiago, descubrió que había perdido el papel. Tardó diez años y dos hijos en olvidar ese beso, y quince años más en terminar de darse cuenta de que Marcelo ni la amaba a ella ni era el buen tipo que parecía ser. 

Quiso darse la cabeza contra la pared cuando advirtió su error, porque ese dios que creyó demente en realidad le estaba indicando el rumbo indicado en el momento correcto.

Con el dolor con que se admiten este tipo de cuestiones, Ana guarda en su corazón para siempre ese regalo de su viejo, y cada vez que se va a pasar la noche con un hombre se acuerda de que es una mujer bella y libre, capaz de correr riesgos, bajar escaleras sin tacos y de vivir a pleno lo que viva, más allá de su posible duración cronológica. Pero aunque aprendió a hacerse fuerte frente a las ilusiones, en un rincón muy profundo de su alma deja lugar para que en algún momento pueda volver a sentir eso que nunca más volvió a sentir en su vida. Aún.

C, Bakún, 2021

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