Había aprendido de los animales a no quejarse por naderías. Para el animal es como andar mostrando muerte. Había que dejar salir el dolor para lo grande.
Ella era como los animales: Gracia y su tiempo, eran de esos que la gente de donde no hay sol no entiende. La gente de manos suaves no sabe de estos montes, de pincharse la piel como respirar, de la piedra que se sortea y de la tierra que jamás termina de salir de las casas, de la piel, de los pelos. No de los cabellos: de los pelos. Los hijos de esas gentes pensarán que andar como ellos andan es ir sucios, aunque a ellos les cueste horas de emperifollarse, de sacarse los piojos y adecentarse con el agua que pueden.
No sé qué cosa es mejor… ¿Por qué una habría de ser mejor que la otra?
Esa noche, mientras terminaba de lavar los platos, Gracia se había puesto a dilucidar, a pensar en lo que ya había asumido: que Luz y Antonio iban a ser para otros, para padres de manos suaves y problemas complicados, para padres de lugares de cemento en donde el sol es cosa de veranos divertidos junto al mar tal vez…Para otros padres.
Y sonreía, casi imperceptiblemente. Su plan estaba por cumplirse y eso le hacía bien. Ya iban a estar llegando muy pronto a buscarlos.
Y no es que Gracia los hubiera engendrado urdiendo algo. Ningún plan había en sus noches con el Jacinto, y es secreto de su intimidad si fue con gozo o no que una vez más ella se embarazara y le tocara ahora parir mellizos, sumando dos a los seis hijos anteriores.
Por eso vino el plan: no la llamarían madre. La tratarían de usté, pero un usté con lejanía, y ella igual los trataría a ellos, y les diría que su verdadera mamá los vendría a buscar en un tiempo.
Para cuando llegó el momento ya habían crecido unos cuatro años. Pero llegó nomás, y Gracia fue feliz.
Ahora podría dedicarse como correspondía al Esteban, el más chico, que le había nacido fallado del entendimiento y necesitaba mucha, demasiada atención el pobrecito, y remedios, y mucho lavarle ropa orinada, mucho tiempo.
Luz y Antonio iban a andar bien. ¡Pensar que a Antonio se lo habían llevado casi rubio de lo quemado de sol que tenía el pelo!
Era una pena, eso sí, eso de andarse entre el cemento, e imaginárselos con mañas de esas como que el pelo les quisiera quedar reluciente todos los días, o con caprichos de juguetes y golosinas… ¡Capaz que en unos años hasta se asquearían de los bichos más inofensivos!
Lo que le dolía era que no pudieran aprender a amar el monte, la piedra, la tierra, las patas en el agua o en el barro, las manos con arcilla…
Lo demás estaba bien: buena madre, buen padre les habían tocado. Supo que eran gente culta pero no creída. Sus hijos irían a conciertos y museos, librerías, cines y parques, y no les faltaría algún juguete con el personaje infantil de moda.
Gracia era así: sabía lo que había hecho, y que había hecho bien; todo legal, la adopción, sin mancha su alma.
Lavaba los platos y se sentía nuevamente feliz por dentro, aunque por fuera se notaran tan poco sus dolores como sus esperanzas.
Los niños estaban bien, lo sabía.
Capaz que andando el tiempo podrían recordar, o acaso descubrir el monte, el agua, el barro, esas cosas…
(C. Bakún, Mayo de 2015)
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