Hoy llegó y se sentó al lado mío por primera vez en años de compartir un espacio laboral sin haber intercambiado más que algún cómo estás, algún saludo.
La pandemia trajo imprevistos, cercanías y alejamientos muy extraños. Supe en algún momento que había perdido a su pareja por covid, y que estaba hecha trizas. Le acerqué alguna palabra. Al principio ella no sabía bien quién era la que le hablaba y yo tampoco a quién le estaba hablando desde el guatsap; luego reconocimos nuestras caras, y compartimos alguna afinidad a partir de la foto de un árbol cuya belleza la maravilló, hasta que al fin nos encontramos.
Sus ojos vivaces por detrás del barbijo acompañaban sus palabras, alborotadas por el duelo reciente, que empezaron a convertirse en lágrimas, en un monólogo pleno de intensidad emocional. Nos tomamos la mano, y entre lo que pude entender de la mucha historia que trataba de ser narrada en un tiempo ínfimo, apunto que lo conoció en el hospital rehabilitándose ambos, que él tenía problemas respiratorios, que ella salía de un accidente que le dejó muy mal un pie, y que el primer contacto entre ambos se dio cuando él le ofreció su brazo para acompañarla a caminar. Después de un matrimonio largo que terminó mal y que no pareció representar para ella algo demasiado valioso, excepto por la hermosa hija en común, había perdido las esperanzas en encontrar hombres que valieran la pena. Y esos dos años con él fueron infinitamente más hermosos que todo lo anterior que había vivido, y que abrazarse o quedarse hablando hasta las seis de la mañana era algo tan bello como tener sexo. Que muchas veces lloraban juntos de emoción, y que él quedó impactado porque antes de conocerla, -cuando salía de una excursión rara y por suerte infructuosa hacia el más allá-, había visto la imagen de una mujer abrazada a una niña que coincidía con la imagen de la foto en que ella estaba con su hija chiquita. Que todo parecía flotar en una atmósfera increíble, y que a partir de conocerlo quedó abierta y sensitiva como nunca, como una flor, y que nadie de su entorno entiende eso.
Lloraba, y algo hizo que yo llorara también al decir eso. Le pregunté si sabía que era una privilegiada y me dijo que lo sabía, que la gente más cercana no entiende el dolor, que te encontrás con extraños que contienen tus lágrimas, que saben hacerte sentir bien, que vas llorando a todas partes, a comprar el pan, a trabajar, que acompañarse en esas andadas de la vida no es para cualquiera, que una amiga perdió a sus padres por covid en el mismo fin de semana y otra, a dos de sus mejores amigos.
Vamos menguando en la intensidad del diálogo; alguien me llama para llenar un formulario y le digo que espere, y nos quedamos un rato más tomadas de la mano, hasta terminar hablando de las flores y los árboles, de la belleza, la vida, los encuentros, y nos despedimos hasta la próxima.
Su mirada directa y clara brilla, y siento que está viva, y que es mi semejante.
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