Suelo tocar las hojas de los árboles, sus troncos, los pétalos de las flores mientras ando…El tacto y el olfato siempre me han conectado de un modo único con las formas de la vida.
Y así andaba yo esa tarde, dando una vuelta manzana a mi placita de siempre cuando al enternecerme un árbol petiso que andaba por ahí dejando flotar sus hojas, se me ocurrió levantar mis dos manos y palmotearlas a modo de saludo, costumbre que tengo desde ya ni recuerdo…
Algo dolió y ardió y me detuve: tenía dos pequeñas marcas por las que empezaba a salir un poquito de sangre. ¡El árbol me había mordido!
¡Habrase visto atrevimiento!
Un poco perpleja dije para mis adentros: “también el más bueno de los seres se equivoca”. En la palma de mi mano podía sentir que alguien una vez más confundía una caricia con un ataque. Que ese alguien no era del género humano, y me sorprendía mucho que ese hábito defensivo que tanta amargura nos cuesta pudiera provenir de un árbol.
Sin embargo mientras continuaba dando la vuelta a la manzana después de colocarme un poco de alcohol en gel, capté que era una defensa del arbolito ante la posibilidad de ser atacado. Unas espinas que podían incrustarse o no, según cómo y por dónde fuera tocada la hoja.
Era la tarde de la primera Navidad pandémica de la vida de tantos. Viví mi pequeña lastimadura con la convicción de estar recibiendo una lección especial, diseñada a mi medida, y no sólo a mi medida. “Hasta los seres más buenos tienen la obligación y el derecho de defenderse”.
Gracias árbol por tu mordida, por tu hoja verde espinada, por tu sabia manera de mostrarme en mi carne eso que los ojos olvidan fácilmente.
El sol de una tarde maravillosa acompañaba mi Navidad.
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