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sábado, 15 de julio de 2023

IDENTIFIQUESE/ OLER

"Si me quito la armadura, no dispares", Dylan Thomas
"Nada de lo humano me es ajeno", proverbio atribuido a Plubio Terencio Africano


Cuando caminamos juntas, ella es viento. Si me detengo, si me quedo parada en medio de la plaza con mi mente abstraída, ella se detiene y me espera, y si tardo busca sacarme de mi situación petrificada haciendo algo, ladrándome, saltando, lo mismo que si esto sucede en casa.

Sabe, sabe muy bien el olor de los climas que se esparcen por aquí. Sabe el olor de mi alegría y el de mi tristeza, y también el de mi panza, el de mis rincones propicios para que ella se refugie, para hacer ambas de mamíferas, yo con mis sueños y mis penas, ella con sus suspiros perrunos que indican que lo que huele en mí la conforta.

Olisquea mi cara buscando la respuesta a la pregunta con la que muchas veces pareciera comenzar su día y que se trata de mi estado de ánimo.

Alguna información relevante se encuentra cerca de mis ojos y mi nariz.

Pocos humanos me sacan la ficha tan rápido y tan acertadamente como Mar.

Sin embargo, no digo que ella sea mejor que yo, ni que los perros sean mejores que nosotros, los humanos. Somos animales diferentes. Y también diferimos entre individuos de idéntica animalidad.

Por ejemplo, Graciela, era una humana tan suave, tan ilesa, que aunque tal vez no pudiera olerme del mismo modo que Mar, sí era capaz de dibujar una caricia con su voz, con sus manos, ofrecer abrigo en sus lugares madre para mi frío del alma, y cobijar entre infusiones calientes esas partes mías indefensas, cachorras de mí misma. Y hasta a veces ofrecerles de yapa, un poema.

Ese es el privilegio de humanos entre humanos: captamos el sensorium de un modo más complejo, pero podemos ofrecer respuestas de igual belleza y eficacia, cada vez que emulamos a madre natura con nuestras palabras, sentimientos, pensamientos y acciones.

Mamá era de la misma madera noble, porque aún llenita de espinas por algunas partes, ella suavizaba con su ternura, con el abrazo fresco y ese “te quiero mucho”, que como su abrazo, era el lugar más seguro que conocí en mi vida.

En masculina forma, los ojos clarísimos de Norberto y los oscuros de Daniel, cobijaron mi orfandad paterna con calideces memorables, con la mano tomada entre cafés, con la mirada frontal y el oído atento, con la presencia dispuesta a ejercer paternidad a toda hora.

He tenido el privilegio de tocar relaciones privilegiadas. Y ser tocada por ellas. Por eso nada es lo mismo después de haber visitado esas tierras en que la sensibilidad humana dice “presente”, aún con sus rudezas y rugosidades, como bien corresponde a las pieles curtidas, nobles, elocuentes como la corteza de los nobles troncos. 

Norber amaba los árboles de su casa de fin de semana. La había elegido por eso, justamente por eso: porque tenía un árbol. Y me lo contaba con la misma emoción con la que relataba su amistad con Coyi, la que los había convertido en hermanos, tan hermanos que cuando Norber murió, Coyi cayó en coma por una enfermedad rara, y ahí se quedó, en una coma de la vida por tres años, y salió adelante del mismo modo, raro y poco favorecido por las estadísticas que hubieran anunciado una peor suerte.

Daniel se vino abajo cuando la fuerza de su amor contrariado por muchas situaciones afectaron su salud ya de modo definitivo.

Vaya manera de enseñarme lo que es la sensibilidad masculina, entre guitarras, libros, cafés y cigarrillos, la calidez inclaudicable de sus vidas, enunciando el porvenir de mi mirada.

¿Qué hubieran hecho en este tiempo, con sus sistemas de auscultar la vida anestesiados por el guatsap y los audios, por la inmediatez y la ausencia de cuerpo? 

Identifíquese, parece decir una y otra vez el sistema paranoide que hemos creado, que ha creado el humano con su inteligencia copetuda y cobarde, desprovista de una sensibilidad acorde.

Frente a ese devastamiento de la sensibilidad, prolijamente administrado por los ejecutores del poder y obedecido por sus sirvientes, todos nosotres, en mayor o menor medida, esclavos o rebeldes, dependiendo de nuestra autoeducación en una enorme parte, no sólo la resistencia a la invasividad del veneno inoculado llamado anestesia, sino más allá de la resistencia: el desarrollo de la plena sensibilidad.

Frente a ese devastamiento que ya nada es capaz de oler, de registrar por fuera de la literalidad más barata que se nos busca imponer, ahí sí ellos, los animalitos, los perros y demás mamíferos no humanos, van hoy con ventaja.

Tal vez lo que a Mar o a Graciela les llevaría muy poco tiempo, hoy en día deba ser aclarado años más tarde, después de demasiada amargura: tan solo un entredicho basado en suposiciones en función de un mensaje de guatsap causa la caída estrepitosa de varias relaciones, por sospecha.

La nueva enfermedad del siglo que iniciamos es la sospecha, la suspicacia pura, la construcción de fantasmas al por mayor, la crueldad ejercida como la más burda defensa ante la fragilidad inimaginable de nuestra consistencia humana, por primera vez amenazada en forma masiva desde todos los flancos, puesta incluso a crear inteligencias artificiales ... ¿sensibles?.

Identifíquese parece ser la consigna de la contemporaneidad: desconfíe, señor-señora, desconfíe.

El otro será un rival, un enemigo en potencia, un psicópata perverso narcisista, un asesino serial en potencia, o a lo sumo deberá pasar por rigurosos exámenes que uno mismo no aprobaría.

Sin descalificar la literatura de divulgación psicológica, la sobre abundancia de la misma, lejos de hacernos bien, nos acostumbra a una actitud escudriñadora, hiper atenta a signos nefastos, nos alerta indebidamente sobre definiciones muy complejas para ser establecidas por un lego, y sobre todo, ejerce la función de tornar imposible prácticamente la espontaneidad, en un mundo que la necesita tanto.

Si no se educa nuestra sensibilidad corremos peligro de extinguirnos como especie. Suena muy trillado esto, según creo. El problema no es extinguirnos como especie, sino extinguir lo mejor que trajo nuestra especie, que es la posibilidad de reunir rasgos humanos y animales de una manera sublime.

El olfato puede fallar, también Mar puede equivocarse. Pero es bueno elegir un modo más humano de equivocarse. Cómo nos plantamos al respecto nos involucra, porque por supuesto somos el "otro" de alguien, o de muchos.

En la constelación humana, creo que importan más los cómos que los qués, y sacar el documento a cada rato está muy bien si nos lo solicitan las fuerzas de seguridad, no los amigos, no los afectos nuestros de cada día.

Si lo sublime se extirpa, quedamos como simulacros de animales, y como simulacros de máquinas.

Lo humano jamás pasará por ahí.


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