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sábado, 24 de febrero de 2024

PALIMPSESTO, CÓMO DANZAR UN EXILIO O DE LA UTILIDAD DE LAS ALAS

https://www.youtube.com/watch?v=6QC7sBxfe-E&list=RD6QC7sBxfe-E&start_radio=1&rv=6QC7sBxfe-E&t=0


 

Hoy, veinticuatro de febrero, se cumplen muchos, muchos años de que mi familia materna llegara a este puerto de Buenos Aires desde su tierra almeriense. Mis abuelos con sus seis hijos, al que se sumaría luego mi tío Carlos, el más pequeño, nacido en esta tierra, desde la que hoy escucho en mi computadora la música infinita de Inti Illimani una vez más. 

Esta música me conmueve, no ya como la primera vez que la escuché, sino mucho más. No conocí Inti Illimani porque en casa se escuchara música latinoamericana: los conocí porque los sábados a la mañana mi tío seguía el programa "Sin anestesia", de Eduardo Aliverti, que se transmitía por la legendaria Radio Belgrano, y “El mercado Testaccio” era la cortina musical que me dejaba embelesada una y otra vez. 

Fue en los años ochenta y ochenta y uno ... ésos, los dos años más felices de mi adolescencia, transcurridos en la hermosa casa de Ituzaingó, donde estrené mi primera habitación privada, y la sensación de estar mucho más cerca que nunca antes de la naturaleza, entre otras tantas sensaciones inolvidables que hicieron historia de la buena en mi vida. 

Los sábados me levantaba muy temprano para tomar el tren Sarmiento, porque debía ir al Conservatorio a la clase de Práctica coral, pero antes asistía a la ceremonia de mi tío. Me quedaba escuchando en medio de un silencio monástico esa voz grave y seria del periodista, que hablaba de cosas que por entonces no entendía, y que ahora lamentablemente entiendo.

Mi familia materna no era adinerada: el abuelo Esteban trabajaba como chofer de colectivo y la abuela Teresa hacía de todo en la casa para sostener la economía familiar. Mis tíos varones tuvieron diversos trabajos en fábricas y como empleados de comercio, y estudiaban de noche. Uno de ellos, el mayor, -que además era mi padrino-, murió poco antes de recibirse de abogado, y los otros tres se graduaron en la Universidad de Buenos Aires, incluido mi tío Carlos, quien nació casi sin vista y la perdió antes de cumplir los dos años. Fue su hermana Ana quien lo asistió durante los años de estudio universitario y luego en su práctica profesional.

Que todos ellos, -y ellas, ya que puedo decir lo mismo de mi madre y mis dos tías-, tuvieran cualidades intelectuales y artísticas bastante destacadas fue algo notable, pero creo que el don más llamativo que compartían, era esa avidez por la lectura, así como el cultivo de la imaginación, y la necesidad de creatividad y belleza en la vida cotidiana. 

Tampoco era común en esa generación que el abrazo fuera una práctica habitual, ni la expresión fácil y sostenida del afecto, manifestado en bromas, caricias y diminutivos cariñosos; ni era habitual disfrutar de que a uno le contaran cuentos, incluso inventados, algo que las tías sabían hacer tan naturalmente como cantar canciones de todo tipo y a toda hora. 

Muchas cosas fueron arduas en mi niñez, y luego en lo que sería mi acceso a la vida adulta, pero en medio de tantas zozobras tempranas abundaba el amor ofrecido, entremezclado con la tragedia, sí,  pero el amor siempre… en las comidas preparadas con tanta dedicación por las tías, en los chistes y pellizcos del tío, en las viejas canciones españolas y los tanguitos, y en la libertad de expresión de una familia rara que dejaba que una niña discutiera con ellos en voz alta sobre cuestiones estéticas, y se criara rodeada de libros de arte y literatura.

Cuentan las leyendas familiares que mi tía Ana, -niña mimada en su tierra-, a los diez años se subía a un banquito a cocinar para todos, ya que "la mamá", - como le llamaban a mi abuela-, debía salir con mi tío a los hospitales públicos, corriendo constantemente tras los tratamientos para su ceguera. 

Sin embargo, esa ceguera, al menos durante el proceso militar del 76, no afectó su entendimiento, ya que él fue el único integrante de la familia que aceptaba la hipótesis de la existencia de campos clandestinos de detención y desapariciones de personas, en un contexto en el que todos defendían ciegamente la contundencia de ser derechos y humanos, algo así como los "argentinos de bien" de hoy en día.

En casa no había militancia política, y por eso subrayo que mi emoción al escuchar el Mercado Testaccio no se debía a la posibilidad de remitirme a algún ideal social, sino a que esa música, cada sonido engarzado como una fina piedra con el siguiente, tocaban profundamente mi corazón, y hacían vibrar muy hondo, como hoy todavía, mi emotividad.



Pienso en Inti Illimani: exiliados chilenos durante la dictadura pinochetista, componiendo belleza sonora a todo trapo, belleza plena, en música y letra. Recorro las canciones de Palimpsesto, y encuentro alusiones a Somoza y Sandino, así como menciones sobre la condición del exiliado. Y así me siento muchas veces, no desde ahora, sino desde hace rato: como una exiliada. Tal vez esa cualidad acuariana dada por mi signo ascendente, pueda colaborar con la sensación permanente de no encajar del todo en ningún mundo, de ser una cuasi extraterrestre incapaz de comprar pertenencias ideológicas plenas; alguien que sólo puede prometer una honestidad arriesgada, dispuesta siempre a señalar la complicidad corporativa de toda agrupación que se sienta monopolio de la justicia, la pureza, o ambas cosas.

Sin embargo, he sido autoexiliada de muchos lugares que amé, de muchas patrias. Y aunque también tengo el honor de haber podido sostener permanencias maravillosas, ha dolido exponer el cuero al viaje, ese viaje que tan bien sabe describir Mary Oliver: el que se impone cuando el interior de las situaciones nos exige irnos de lo que amamos en nombre de la libertad. No para siempre, si es posible, no del todo. 

He sido, también, una eterna regresante. Vivo en testimonio, -así lo siento-, de que amar y quedarse no son sinónimos, del mismo modo que no lo son irse y dejar de hacer presencia. Quedarse un poco e irse un poco no son lo mismo que adherirse por completo o abandonar cobardemente. Llevo puestas mis patrias y matrias corazón adentro.

La generación de mis padres, -un poco anticuada para lo que eran los padres de mis amigos y compañeros-, creció sintiendo que para quererse era necesario estar pegados de por vida, ir todos juntos a un lado y al otro, respirar permanentemente el mismo aire. Y nada tengo para juzgar sobre esto, aunque me hubiera gustado tanto que ellos pudieran haberse dado el permiso de cumplir sueños propios, aun cuando hacerlo les hubiera costado sostener unos metros o kilómetros de distancia.

En casa no había militancia política, ni heredé una visión politizada de las cosas, pero observo ahora que, aunque mi padre no se afilió al partido comunista por miedo a las consecuencias que esa decisión podía costarle en aquel tiempo, él "tenía sus ideas", como solía decir. Evidentemente había audacia en esa sangre andaluza que impulsó a mamá a casarse con un hombre ateo, pobre, comunista y de origen judío, y algo de esa audacia debo haber heredado. Las parejas fuertes que he tenido hasta el momento, -las que se comprometieron conmigo a caminar durante un tramo considerable de vida y de amor-, expresan bien ese eclecticismo que me permitió cantar la internacional, compartir charlas sobre el peronismo, y hacer críticas a ambas posiciones respectivamente.

¿De dónde viene mi amor por la música latinoamericana? ¿Qué extraño gen se sacude cada vez que escucha una chacarera y me impulsa a bailarla? ¿De dónde los ritmos folklóricos de zambas, guaranias y chamamés llegan a mi alma para quedarse? Lo ignoro. Tampoco me desvivo por una explicación.


Me abrazo a los cuentos y las canciones que me fundaron en lo mejor que soy. Me abrazo a los abrazos que las fundaron, porque sin abrazos no hay cultura que valga. Y a las lecturas, a "los amigos del estante", - como llamaba la Dickinson a los libros-, porque sin el acopio de tales cosas no sé qué hubiera sido de mí. Y porque me da tanta pena la juventud sin sueños, ese léxico que hace rato se nos ha vaciado entre cuentas, y que ha convertido la afectividad en algo que suma o que resta, esa falta de vuelo a punto de ignorar por completo qué cosa existe del lado de adentro del corazón. Esa juventud (no toda, no toda) adiestrada muy bien por esa vejez (no toda, no toda) para la que la cultura y el arte representan tan sólo una pátina o un mero entretenimiento; esa misma vejez que se deja calificar como "meada", y que gusta de identificarse con los ricos de toda riqueza, tal vez porque la insatisfacción en alguna o en muchas de sus formas los carcome por dentro.

Mis viejos, -también papá con su amado Tchaicovsky sonando fuerte- supieron dejar tirados por ahí distintos pares de alas, tal vez retazos de alas sin usar, o usadas un poquito nomás. Yo me las pruebo, las coso, las pinto, las reparo, las escribo: les doy mi impronta. Nada más significativo para hacer durante un exilio, interno o externo, -al fin y al cabo, qué tan grande puede ser la diferencia-, que ponerse a crear.

Sí puedo decir con convicción, que en esta tierra arrasada yo escucho Palimpsesto en mi computadora y me pongo a bailar, y que la pasión me hace girar desde una mano que conecta al cielo como en una calesita mágica. 

Tal vez porque las fuerzas del cielo nunca tuvieron mejor expresión que las alas; tal vez porque siempre conviene dejar un par tirado en el piso, no importa para quién ni cuándo... siempre alguien habrá para recogerlas, probárselas y comprobar que les van bien. 





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