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martes, 13 de agosto de 2024

EL MONSTRUO DE ENTRECASA


¡ah, bien que la conozco!... aunque ahora mi monstrua aparece sólo de tanto en tanto.

Conozco su confianzuda manera de atacar, de responder, de creerse el único ser en el universo, de reclamar privilegios ilegítimos, de sentirse el  centro indiscutible de toda escena, de toda razón, de todo derecho.

Conozco su pataleo, su intempestiva forma de expresarse, su ridiculez, y también los efectos colaterales de su enojo sobre mi persona

¡Ah!... difícil reconocer que esa monstrua también soy yo, o sea, también es parte de mí, no algo externo.

No sé si guardamos el monstruo en el ropero después de usarlo, como una especie de ropa sempiterna de entrecasa, como esos trapos que habría que tirar cuando ya están impresentables, pero el hecho es que el o la muñeca, aparecen; de tanto en tanto, pero asoman su nariz en el escenario.

¡Shhh! les decimos, ¡a la cucha! y según cómo los tengamos de domesticados, hacen caso y se van antes de hacer lío y romperlo todo. Y si no, habrá que hacerse cargo del desastre.

¿Cómo amarlos? ¿Cómo amar al monstruo de entrecasa?, me pregunto. Y también me pregunto cómo des-armarlos. Porque aunque sólo hay una "r" de diferencia entre amar y armar, aprendí este tiempo que la única manera de desarmar algo es amándolo, no consintiéndolo, sino amando sus por qués, su origen, su formación en la pre historia de nuestra vida, la raíz de esa cruda manera de imponerse, la materia de que está hecha su corona, infantil, con confites incrustados en la plastilina de colores.

Aún no encontré la respuesta a todo esto. Sólo sé reconocer a mi monstrua y frenarla a tiempo. También sé distinguir su innecesaria intervención, de esa otra, -legítima-, de cuando simplemente nos defendemos, tratamos noblemente de decir nuestra verdad con la ilusión y la fe de poder ser escuchados, o si no queda opción, poner un límite, decidido y firme.

Creo que el trabajo con la monstrua o el monstruo en cuestión de quien sea, podría tener un carácter cómico, si le pusiéramos una nariz de payaso, y nos limitáramos a reír con sus ocurrencias, y hasta a manejarlo un poquito como un títere al que guardamos en la bolsa de recursos creativos. Y a familiarizarnos un poco con la idea de que en el mismo ropero en que lo guardamos, entre los trapos viejos y todo lo que damos en llamar inútil, seguro hay algún recurso maravilloso que creíamos no tener, ahí tapado por las cosas que no permiten descubrirlo.

Un ser algo simpático e indefenso ese monstruito que llevamos todos en algún rincón del corazón, y que, -aunque no tengamos ganas de reconocerlo-, también nos hermana.




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