(de la serie El mendigo que no mendiga)
Hace mucho que no escribo sobre Amadeo... Y es que en parte me ha ganado la agonía de una ciudad que se puebla de desdicha, de viejos colchones con durmientes nuevos a cada paso. Y Amadeo ya hace rato que no es el que era, o el que yo creía que era.
La calle deteriora, y muchos de quienes la habitan ya no quieren dejarla. Amadeo es uno de ellos. No recuerdo si ya dije en alguna de estas notas que él tiene fobia a las pensiones, que no quiere volver a dormir bajo techo.
Amadeo tuvo mujer y tuvo hermanos, uno al menos. Ella murió, el hermano no sé. Pero él ya no es el hombre fino que era o daba la impresión de ser. Su mano se extiende sucia por primera vez, sin pudores, para pedir, y tiembla.
La última de las veces que algo hablamos, no pude seguirle mucho el tema de sus heridas en las piernas, porque me hacía mal.
Y sin embargo ella está. Siempre; o casi siempre, que no es lo mismo, pero es igual.
Marta le llegó en algún momento de la vida; él la denomina amiga, una amiga que lo ayuda, y ella desempeña ese papel que no sé de dónde vino, si de tareas de asistencia social o a través de algún otro origen. El caso es que está. Los he visto más de una noche conversando, una de esas noches fue cuando ella me contó que estaba buscándole un lugar dónde parar pero que él era difícil de convencer...que para sus piernas era necesario que durmiera acostado, en vez de en la silla de ruedas en que vive.
También la he visto gesticulando, intentando convencerlo de alguna cosa, y hasta una vez lo vi gritarle, sí: él gritándole a Marta, esa buena samaritana que lo sigue pese a él mismo, tratando de introducir algo de ayuda en los pocos agujeros por donde se filtra la capacidad de recibir de quien ya prácticamente la ha perdido.
Marta debe sufrir. Conozco esa agonía. Puedo llenar de palabras o de posibilidades imaginarias la existencia de esta mujer, inventarle un oficio, un hijo, una profesión. Pero el caso es que me basta verla, leal en su no ser nada y serlo todo, sufriendo por un hombre que está solo en la calle, y que posiblemente termine como no quiere: internado en algún hospital para cuerpos o para almas. Un hombre que genera día a día lo que teme, que trabaja sin darse cuenta para empeorar su suerte.
Yo a Marta la sé, no la descubro. Hay una Marta en mí que sabe bien lo que es escuchar la repetición del relato de un dolor evitable, de un sufrimiento inútil, una narración repetida que maltrata a quien se queda, un relato para una sola oyente, que debe aprender a filtrar las menudencias para poder continuar la tarea de acompañar.
Y ¿para qué?, podrá preguntar el presunto hijo, ¿para qué quedarse ahí?¿Para qué seguir yendo a llevarle alguna cosa?. Por qué no te cuidás, vieja, podrá decirle. No te das cuenta de que esta gente presenta caracteropatías, trastornos de la personalidad, le dirán las también presuntas compañeras de trabajo social, o las amigas.
Y es que, aunque Marta no tenga títulos nobiliarios que la habiliten a nada, ella le tiene cariño. Amadeo no le es indiferente, y está cada vez peor, más viejo y más deteriorado. Y aunque muchas veces lo mandaría a la mismísima mierda y se iría, prefiere estar un poco a no estar de ningún modo. Elije mantener la distancia justa para no hacerse daño, un ir y venir hacia lo posible. Porque el riesgo de hacerse daño frente a la autodestrucción y la agresividad del otro sólo existe en la medida que se sienta amor por ese otro.
Y yo no sé si allá arriba, en donde se suelen ubicar los dioses, al ladito de estrellas, luna y sol, allá en el cielo o en el íntimo lugar del corazón humano cuando late en conexión con lo sagrado, habrá una mirada que los abrace, pero al menos yo puedo escuchar entre ambos, -también desde él hacia ella-, un murmullo muy suave, casi inaudible, un hilo de luz como el agüita clara de un arroyo finito, que los une.
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