Hete aquí que Joyce un día, harto de sus desgracias, de la hija que se ahogaba donde él podía nadar, harto de sus propias rarezas y extravagancias y convencido de que el mundo y él no se estaban llevando demasiado bien, y posiblemente no lo harían nunca, hete aquí que ese día Joyce, con un whisky en la mano, ya bien entrada la noche tuvo un momento de vislumbre, y se le ocurrió pensar en un grupo de seguidores, no muy grande. Imposible pretender que fuera mucha la gente que lo leyera. Un grupo tampoco selecto, sino simplemente cariñoso. Gente que lo hubiera entendido, a la que le hubiera caído bien su mundo, que pudiera a lo largo y ancho del tiempo lograr entrar y caminar por las calles que él caminó.
Gente que se conmoviera con el Ulises, o que se pusiera a leer los cuentos de Dublineses en un hospital, en medio de la noche más oscura y sin anteojos adecuados… Bueno: gente así.
Y los imaginaba reuniéndose en el mismo lugar de Dublín para hacer cada dieciséis de junio el recorrido del señor Bloom. Y se sintió por un momento menos solo, menos raro, menos frágil.
Dejó el whisky sobre la mesa de luz. Y mientras se dormía pensó: ¡una locura!
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