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domingo, 1 de diciembre de 2024

La insignificancia


Recorro una vez más los caminos de la insignificancia, esos que señalan importancias supremas en sitios que creímos dotados de una pequeñez extraordinaria. Por ejemplo el diario hacer de las manos.

Sí, siempre quedó más o menos claro que eran parte de nuestro cuerpo, pero ni en la escuela, en la clase de gimnasia, ni en el conservatorio, en la clase de instrumento, hubo quien se ocupara de remarcar  la intrincada red de músculos, tendones, huesos, huesitos y nervios que las constituía, nadie que nos hablara sobre su funcionamiento físico, sobre la importancia de su cuidado, ni de cómo hacerlo.

Nadie nos habló de la fuerza subterránea que ejercen en el cotidiano hacer, ni de cómo descansarlas de un cansancio prácticamente invisible, nadie nos dijo cómo elongar su musculatura ni cómo fortalecerla.

Ni que ciertas ejercitaciones que entendimos siempre como destrezas  musicales, también lo eran a nivel físico: saltos, arpegios, escalas, escalas en terceras o en sextas... cosas por momentos vividas como absurdas... porque nadie nos contó qué estábamos ejercitando y al servicio de expresar qué belleza.

El movimiento rotatorio del pulgar derecho en la guitarra, la izquierda con su máquina de hacer ligados, o con la dificultad muscular,- para algunos más importante que para otros-, de las cejas... bueno, de todo eso no solía hablarse demasiado en términos de "cuerpo", de la mano y de los dedos como cuerpo que se ejercita y entrena en un virtuosismo cuyo objetivo quizás no valga por sí mismo, pero sí como parte del camino que tienen las manos en su poder de expresar los mensajes más difíciles, más inaccesibles de la música.

Entonces, un día nos fracturamos la muñeca derecha, y ahí nos venimos a enterar no sólo de todo lo que veníamos haciendo desde la música, sino de todo lo que veníamos haciendo al cortar un pedacito de comida en el día a día.

Porque después de mucha inmovilidad, nos encontramos con que esa mano tan útil que teníamos, de pronto no tiene fuerza para encender un fósforo, ni para levantar algo más pesado que una botellita plástica con dos centímetros de agua adentro. No podemos ni lavarnos las manos, ni sostener, -nomás para hacerle el favor a la izquierda que tomó la batuta a la fuerza-, el mango de la sartén. No podemos hacer nada de eso porque nos duele, y nos duele no sólo porque nos operaron, nos pusieron adentro un montón de cosas de metal, sino también nos duele porque no la ejercitamos durante mucho tiempo; del mismo modo que también nos duele el  pobre manguito rotador de tanto estar en cabestrillo, y nos duelen los musculitos del brazo derecho que se olvidaron de cómo era estirar el codo.

Nadie nos explicó la importancia de la epopeya diaria de las manos, en su aparente insignificancia, en sus itinerarios de laberíntica destreza, en que saben a la perfección trabajar en equipo, a punto tal que desmenuzar esa tarea conjunta implica un laburo impresionante para la pobre mano que queda sola a cargo de la batuta general, porque por más fuerza que tenga, sola no podrá hacer algunas cosas que exigen coordinada precisión.

Y entonces, el día que por fin podemos fregar un plato sucio, coser el roto de una media, o girar la llave para abrir la puerta, sentimos que eso es la gloria misma, como poder cortar un pedacito de churrasco y llevarlo a la boca.

Creemos, -y voy a extrapolar una vez más territorios de experiencia-, que todo lo importante es grande, notorio, que ocupa mucho lugar. Pero la experiencia de las cosas que a los humanos nos hacen bien, y las que nos hacen mal, la experiencia de lo que nos hace estar contentos, gozar y ejercer la potestad en nuestras vidas, posiblemente sea las más de las veces la sumatoria de pequeñas cosas, que en su dulzura se nos regalan, o que en su amargura se nos niegan, no mucho más que un trineo llamado Rosebud, para encender la rueda dhármica, la rueda mágica, la cotidiana belleza de vivir.

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