No conocemos la legendaria cabeza
donde sus ojos maduraron como manzanas.
Pero su torso arde todavía igual que un candelabro
en el que la vista, aun deficiente,
persiste y brilla. De otro modo el torso curvo
no te deslumbraría ni por el sereno arco de las caderas
una sonrisa se deslizaría hasta el oscuro centro
donde la procreación llameaba.
De otro modo esta piedra parecería desfigurada
bajo la traslúcida cascada de los hombros
y no reluciría como la piel de una bestia salvaje
ni, de cada uno de sus bordes,
estallaría como una estrella: porque aquí no hay
un solo lugar que no te mire. Debes cambiar tu vida.
Rainer Maria Rilke, (Praga, 1875-Val-Mont, Suiza, 1926), Sämtliche Werke, Insel, Fráncfort, 1955
Versión de Eduardo Conde
Que este poema haya sido escrito en 1908 no hace más que confirmar la importancia de la existencia de los poetas como cronistas de las peripecias de los humanos, dejando los poemas como memoria en las que vernos reflejados a lo largo y ancho de los tiempos.
Leyéndome en este torso descabezado y ardiente, me conmuevo en el giro del final, inevitablemente.
Creo que para Rilke es muy importante que ese torso ardiente tenga vista, porque si ella no estuviera presente, la piedra no podría conmovernos, y si nos conmueve es porque nos mira.
Pero, más que la vista, siento que es la mirada la que nos interpela. Una mirada desparramada por ese sobreviviente escultórico que contiene dos memorias: la del modelo que lo inspiró, y la del artista que lo creó. Esa vitalidad de la piedra como criatura nacida de las manos de un hacedor, es la que la ilumina, y hace que lo que le falta hable desde lo que conserva.
El que ve la escultura, siente que debe cambiar su vida, seguramente por una que lo acerque a la sensación de que aunque su memoria de haber sido un ser sobre la tierra quedase truncada, seguiría igual iluminando. E interpelándonos, exigiera algo mejor que la mera duración.
Tal vez este apunte interpretativo deba ser desbastado, como hacer los escultores con la arcilla sobrante.
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