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lunes, 19 de abril de 2021

A Lobos con capelina ( del "Libro de los momentos felices")



Íbamos con Graciela por la noche de Lobos… ¡Y era tan lindo!

Mi amiga solía tomar mi pena y sabía disolverla como un caramelo se disuelve en la boca…Yo había llegado a su casa en busca de paz, como siempre que llegaba a su casa. Y como siempre, encontraba esa paz en su presencia, entre mates y charlas, y hojas verdes o marrones del parque de Ciudad Evita.

Una noche habíamos hecho circular el péndulo entre tres opciones para vacacionar juntas no muchos días. Salió Lobos a la cabeza. Una y otra vez.

Y allí fuimos, esotéricamente llevadas, ella, mi amiga la astróloga y yo. Allí teníamos que ir, ineludiblemente. Un sueño en capelina la esperaba mientras poetizaba en la orilla sus garzas y pajaritos, sus preguntas naturalistas sin respuesta…A mí me esperaba el primer animal al que iba a cuidar hasta su partida.

Ella no era muy noctámbula, más bien todo lo contrario. Pero ambas hacíamos las concesiones necesarias para que el acampe funcionara.

Yo la llevaba al puente sobre la laguna a mirar el cielo, y nos sentíamos en Venecia por un ratito. Ella me inducía a abrir un ojo a las seis de la madrugada para avizorar, desde el cierre entreabierto de la carpa, una garza posada sobre un arbusto, para luego seguir durmiendo.

Yo necesitaba el agua en el cuerpo, nadar o juguetear en esos veinte centímetros de profundidad medio sucia, y ella se quedaba escribiendo bucólicamente en la orilla. Un día se me ocurrió invitarla a andar en una de esas lanchas a pedal… ¡turismo aventura para Graciela, que manoteaba mi mano o el borde de metal como si nos pudiéramos ahogar en la laguna de Lobos!

Caminábamos… ¡Ella siempre descubriendo cosas! Una noche había registrado que los botones del teléfono público del camping estaban despintados, y a la mañana siguiente se armó de un liquid paper y los corrigió pacientemente uno por uno para que la gente pudiera marcar en forma correcta.

Yo por ese entonces andaba deseando tener un marido, un hijo y un perrito, y todos me sugirieron con buen criterio que empezara por el perrito. Fue así como una de esas noches de caminar juntas me saltó una perra negrita muy alegre. Me hizo fiestas por un buen rato, y mientras la acariciaba dije en voz alta: “es ésta”. Luego se alejó chumbándole a una bicicleta o detrás de un gato, ya no recuerdo bien. Mientras seguíamos caminando, Graciela me dijo “es un poco bruta…Yo tenía elegida una más dulce para vos”, a lo que yo respondí: “No: es ésta. Esta perrita me gusta”.

Al regresar de nuestra caminata, la perrita negra estaba detrás de la carpa hecha un bollo del lado en que yo dormía. Graciela sonrió con esa sonrisa tan especial que era parte infaltable del paisaje de su rostro cotidiano.

Por la mañana la negrita no hizo más que seguirme: primero a tomar mi cafecito, y luego a alquilar una bici de esas en que los pies tocan el suelo. Sólo quedaba una y me animé. ¡Era hermoso para mí volver a andar en bicicleta después de tanto tiempo, atravesando llanos verdes sin automóviles! Y con mi compinche negra corriendo y jadeando detrás mío.

Así siguieron las cosas: yo me paraba, la bichita se paraba. Yo me sentaba, y ella se sentaba. Yo iba al baño del camping y ella me ubicaba en el inodoro correspondiente. Yo iba a la laguna y ella me acompañaba y se quedaba esperándome, y cuando salía me escoltaba hasta la carpa.

Graciela se reía. ¡Vieja amante de perros y gatos callejeros, a quienes daba hogar en su casa!

Yo quería llevarme a la pichicha, pero temía por mis cuadros, que les hiciera pis… ¡qué sé yo! ¿Y tanto tiempo sola? Muchas dudas y mientras tanto, una cadena invisible nos unía cada vez más.

Un día me dijo Gra: “Claudita (yo siempre era Claudita para ella) ¿Por qué no hacemos un plan uno? Si vos te la querés llevar, pero dudás, hagámosla dormir en la carpa y veamos cómo se porta”. El caso es que salió perfecto, y eso que ni le poníamos comida aún.

De ahí en más, todo continuó del mismo modo, y nada hacía salir a la negrita de su modosa forma de comportarse.

Una noche la invité a Gra a cenar a una parrilla dentro del camping para celebrar su cumpleaños. La negrita se coló detrás de nosotras y la hicimos esconder bajo la mesa de donde no se movió, pero sí se comió gustosamente todos los huesitos de la parrillada que le fuimos dejando en forma disimulada. ¡Cómo nos reíamos de sólo pensar en lo que habrán creído los mozos al ver la bandeja sin restos!

La gente de la entrada ya me preguntaba si me la iba a llevar o no, y hasta me sugerían nombres: Laguna o Lobita eran los más aceptables. Y un día me decidí: Lobita se venía a casa.

Y lo anuncié por el teléfono público recién pintado: mi mamá con un entusiasta ¡me gusta!, y una amiga querida amiga preocupada por cómo iba a hacer en un ambiente sin balcón.

Nos pasó a buscar en remis el entonces yerno de Graciela y llegamos a destino.

La Lobi se había revolcado en un esqueleto de pescado y olía pésimo, y yo me había insolado. Así que primero la bañé a ella y luego a mí, y a dormir.

Fue ese el comienzo de un largo, largo romance entre mi pequeña Lobita y yo, pero ese ya sería otro cuento.

Sólo sentir aquí en el pecho el inmenso orgullo de haber sido elegida por un animal al que no compré: me compró ella a mí.

Tan solo cinco días de camping en la laguna de Lobos en un verano que no fue capillense, que no fue de vacaciones largas, pero sí entrañables.

No siempre es largo y caro lo que nos hace felices. A veces, con poco alcanza.

Poco, como el perfume concentrado de las esencias florales, caricias morochitas en las noches perrunas, y la luna en el puente oprimiendo el click de la máquina de fotos que no llevamos, sacando la postal del para siempre.

  (2020)

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