Busco la frase en el diccionario de Léxico Judío Latinoamericano, y me lo ratifica: Mamita. Palabra de cariño para dirigirse a las niñas pequeñas, dice.
Papá no hablaba idish. No conservó ni transmitió tradiciones. Pero a mis trece conocí a quien sería mi gran amiga de adolescencia, quien, - al revés que yo-, era fruto de la unión de una madre judía con un padre goi. Yo en cambio fui fruto de la unión de un padre judío, -y a la vez ateo, filocomunista y pobre-, con una madre católica apostólica romana, andaluza de pura cepa y bastante revolucionaria para la familia en que le tocó nacer.
De mi amiga aprendí algunas costumbres y unas pocas palabras, pero sobre todo disfruté de comidas y tradiciones. Cuando empecé, también de adolescente, a concurrir al que sería mi querido grupo de terapia, sólo dos éramos no judías. Gracias al grupo pude ir a cumple de quince típico de esa cultura, y también me enamoré del rikudim y de un compañero que lo sabía bailar como los dioses, y que siempre nos invitaba a los espectáculos en el viejo Teatro Sha.
Sin embargo, recién en mi adultez una colega muy idishe-mame me dijo por primera vez "mamele sheine", y se me quedó prendido. Hijita querida, me había dicho que significaba.
No sé por qué, cuando mi vieja empezó a ponerse grande, empecé a llamarla "mamele", lo cual creo que sería ajustado a "mamá". Y a veces nos lo decíamos las dos, la una a la otra. Era gracioso. Como tantas cosas graciosas que compartimos con mamá. También le he dicho mamelina y mamumi.
Ahora cuando juego con Mar a la pelota en la terraza y logro que me la devuelva, le digo mamele, mamelina, y todos los otros apodos que tiene.
Pero ése, tan luego ése, es la primera vez que vuelve a salirme espontáneamente después de mamá. Asusta. La pucha que asusta. Pero es así. Es inevitable. Es la vida.
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