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miércoles, 4 de agosto de 2021

Berton y la casa de las tazas desiguales



Berton: una vez te conocí, hace ya tanto, y te recuerdo. 

Yo era una adolescente delgadita que andaba por los trenes con guitarra o violín a cuestas, además de las cosas del cole. Papá siempre me había dicho que a él le hubiera gustado ser violinista, y a mamá un alumno medio chiflado y estrambótico le había pagado unas clases de piano con un violín viejo.

Yo lo descubrí una tarde en la pieza de arriba, y me enamoré de la madera, de la belleza del objeto; y fue ahí que se me puso en la cabeza estudiar violín, así, de repente.

Y a los violines había que cuidarlos y mandarlos al médico cada tanto, o sea al lutier.

Bertoncello era tu apellido, pero todo el mundo amigo te llamaba Berton. Tenías esos apellidos que marcan ¡Cómo no dedicarte a la lutería!

No estabas lejos de casa, y yo me iba caminando a verte. La primera vez me llamó la atención que un señor lutier saliera a recibirme en camiseta sin mangas y con el pucho en la boca. Al pasar adentro de la casa, apareció tu familia: la negrita hermosa que era tu mujer, y tu nena que revoloteaba por todas partes. Me convidaron algo de tomar, y observé que todas las tazas y los vasos eran desiguales, lo mismo que los banquitos y las sillas. Nada que hiciera juego, ninguna pose habitaba esa casa que empecé a querer tanto.

A veces iba a visitarte no porque el violín te necesitara, sino porque la que te necesitaba era yo. Precisaba ese aire fresco de ver cómo era una familia linda, una pareja linda, necesitaba verte vivir con ese humor y desparpajo, con esa naturalidad de tipo simple y cálido.

Me gustaba cuando íbamos arriba, al taller, quedarme a mirar las tapas de los cellos, de los violines, contrabajos y también guitarras. Todo perfumado a madera, y más aún si era de noche, y se podía uno quedar allá arriba, a la luz de la luna, vos y yo fumando cigarros comunes, y tu amigo lutier, un toscano de los suyos. En silencio.

Así pasaron años. Una vez volví a verte. Ya no tocaba el violín. En realidad, nunca llegué realmente a tocar. Más bien creo que fue un pretexto para acercarme a mi padre. Creo que, para ese entonces, ése, -mi primer violín viejito-, ya se lo había regalado a papá. Me recibió tu mujer, y me dijo que estabas enfermo, que te tenías que dializar, y que eso te había deprimido muchísimo. Me fui sin verte, porque no querías ver a nadie. Y triste. No podía creer que un tipo como vos pudiera deprimirse.

Las últimas noticias de tu persona las tuve cuando me crucé con ella por última vez en un colectivo. Me dijo que habías muerto, pero que pudiste superar la depresión, y que la muerte te encontró reparando tus violines, silbando y cantando, como siempre. Fue la mejor noticia que pude haber tenido.

No sé cuántas cosas me enseñaste, uno nunca sabe bien. Sé que la lección de lo que es una familia feliz la tuve de tu mano, como la sencillez, y en algún momento de mi vida me acordé de tus tazas todas diferentes y medio achacosas, y nunca, nunca más me volví a comprar un juego prolijo de nada.

Lo único que me importa que siga haciendo juego ahora, es lo que tengo adentro y lo que se trasluce para afuera. Nada más Berton querido, nada más.

imagen tomada de la web

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