Alguna vez fuimos tratados duramente por la vida cuando carecíamos totalmente de herramientas para saber cómo salir del paso. Un paso que no era para nada fácil de dar.
Se
trataba de una tremenda encrucijada: se nos exigía que saliéramos de una zona
de confort, pero no cualquiera, sino LA zona de confort privilegiada, el
maravilloso líquido amniótico en el que flotábamos desde hacía meses. Y no sólo
eso: se nos exigía también que cortáramos la comunicación con mamá, por lo
menos del modo en que veníamos haciéndolo. Ya no más ese dulce conducto a
través del cual ella nos traspasaba sus nutrientes sin que nosotros hiciéramos
el mínimo esfuerzo.
Empezamos
a no tener salida. No había opciones: ese lugar había dejado de ser propicio y
había que irse de allí, y lo peor es que, -careciendo de aperturas de
emergencia-, sólo quedaba abrirse paso a fuerza y coraje hacia algo totalmente
desconocido, sin tener ni una sola referencia al respecto. Sin duda, una
sensación amenazante, pero a la vez, sin retorno.
Algo
desde adentro nos empujaba, pero si nosotros no colaborábamos, cada vez nos
íbamos sintiendo más y más atascados, más y más ahogados, y entonces tuvimos
que ir a patada limpia a favor del afuera.
El
paso final fue el peor: bien estrecho el camino, casi asfixiante, hasta que por
fin nuestra cabeza salió del otro lado. Algo nos jaló hacia arriba, nos
agarraron de los pies y nos dejaron colgando boca abajo, y entonces
desesperados nos pusimos a llorar y gritar. Parece que la gente de alrededor
estaba contenta porque estábamos vivos, también de este lado del ¿mundo se
llamaba esto?
¡Puf!
Habíamos librado una ardiente batalla y nos quedamos dormidos largo rato,
aunque al despertar sentimos en nuestros labios el gustito dulzón de algo que
nos ponía mamá en la boca, y aunque en esta ocasión teníamos que hacer fuerza
para extraer el juguito sabroso que salía de allí, valía la pena. Y se repetía
luego, a cada rato. No estaba tan mal la nueva vida, al fin de cuentas.
Sin
embargo, cuando pasó más o menos un año, sucedió algo nuevo: nos hartamos de
estar rebotando contra las paredes del corralito o de estar de pie sólo a
fuerza de ser sostenidos en los brazos de algún humano más grandote que
nosotros, y la situación parecía resumirse en dos simples opciones: o nos las
ingeniábamos para pararnos en nuestros propios pies, o seguiríamos toda la vida
a merced de los brazos de otros.
Aquí
ya no nos echaba nadie. Todo fue asunto nuestro. Así que, movidos por nuestro
deseo, nos arrojamos a la aventura. Nos caímos una cantidad de veces que daría
miedo a cualquier persona que estuviera en sus cabales, y sin embargo nos
levantamos otras tantas y seguimos caminando sin que nadie ni nada, - ni
nuestro propio susto, ni nuestro propio llanto-, pudiera detenernos.
Cada
pequeño avance fue festejado con una sonrisa por parte de quienes nos miraban
avanzar, pero incluso si no nos miraban, nosotros seguimos avanzando igual, hasta
lograr sostenernos de pie. ¡Y eso sí que fue la gloria! Pudimos empezar a tocar
otras cosas, investigarlas y hasta romperlas a gusto. ¡Qué divertido resultó
ser todo aquello!
Muchas
travesuras más siguieron a esas dos, las más fuertes e iniciáticas.
Sin
embargo, en el transcurso del tiempo, no sé en qué momento nos desvigorizamos,
perdimos la fe en nuestras capacidades.
Empezamos
a buscar respuestas afuera de nosotros para las cosas que sólo tenían que ver
con nosotros, cosa rara. Porque, bueno, es cierto que los manuales de
instrucciones y las clases siempre fueron muy útiles, pero en ciertas cosas no
parecían funcionar tan bien.
Se
nos empezaron a presentar desafíos en los que nadie podía decidir por nosotros
si quedarnos o si irnos, ni de qué manera hacerlo.
El
problema es que ahora el espacio que teníamos por delante era mucho más amplio,
casi infinito. Y nadie nos empujaba desde adentro en una dirección clara, a
menos que volviéramos a escuchar a nuestro deseo, como cuando tuvimos que
aprender a caminar.
Todo
se empezó a tornar bastante confuso, ya que además no había una sola dirección
correcta hacia donde ir, ni tampoco una sola dirección incorrecta hacia donde
dejar de ir.
Y
el otro tema crucial consistía ahora en que aún en el caso de que siguiéramos
la dirección de nuestro deseo, esa sonrisa alentadora del otro lado, -ésa que
la mayor parte de nosotros tuvo al menos en la módica dosis requerida para seguir
intentándolo en el inicio de los tiempos-, ahora ya no parecía estar demasiado
presente.
Es
más, a muchos nos faltó cuando más la esperábamos y de las personas que más
queríamos.
El
mundo se convirtió a partir de entonces en un sitio insensible en que nadie se
daba vuelta a mirarnos, aún llorando por la calle, atravesados por una pena inmensa.
El
mundo se tornó una cosa ajena y torva, y sentimos que la vida nos trataba
injustamente, que nos despojaba de nuestras patrias, de los hogares que nos
vieron vivir, y nos exigía que nos abriéramos paso a machete, en una encrucijada
desesperante, renunciando a lo conocido para aventurarnos hacia lo desconocido
que se presentaba como amenazante y cruel. Totalmente desconocido. Totalmente
solos.
Sólo
rodeados por el líquido amniótico del universo, del cielo estrellado, esa
inmensa panza, esa copa dada vuelta conteniéndonos, y recordándonos que, -tal
como en el inicio-, muchos otros humanos estaban perdidos como nosotros lo estábamos,
pujando frente a la nada aparente y abriéndose paso a fuerza de coraje, movidos
como nosotros por el deseo genuino una vez más, sin garantías, como antes. Sin
manual de instrucciones, como antes; y ahora incluso desoyendo montones de
consejos, un ruido insoportable alrededor.
Sin
embargo algo nos decía que no estábamos solos, que escucháramos el empujón que venía
desde adentro, que fuéramos en ese sentido, a favor de la veta.
Y
que aunque el peso de nuestros cuerpos fuera mucho mayor, tornando las caídas
más dolorosas, y el trabajo de incorporarnos nos costara hasta el punto de tener
que pedir ayuda a algún desconocido para levantarnos, si escuchábamos ese
empujón que venía desde adentro y mirábamos hacia la cúpula invertida del cielo
como una panza que nos jalaba hacia arriba y nos impulsaba hacia adelante, todo
empezaba a tomar el gusto dulce de una nueva aventura, algún pezón prometido
auguraba entre zozobras el advenimiento de nuevas tierras invictas, y aún entre
lágrimas y casi sin querer, una vez más nos pusimos de pie.
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