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jueves, 23 de junio de 2022

ALGUNA VEZ

 


Alguna vez fuimos tratados duramente por la vida cuando carecíamos totalmente de herramientas para saber cómo salir del paso. Un paso que no era para nada fácil de dar.

Se trataba de una tremenda encrucijada: se nos exigía que saliéramos de una zona de confort, pero no cualquiera, sino LA zona de confort privilegiada, el maravilloso líquido amniótico en el que flotábamos desde hacía meses. Y no sólo eso: se nos exigía también que cortáramos la comunicación con mamá, por lo menos del modo en que veníamos haciéndolo. Ya no más ese dulce conducto a través del cual ella nos traspasaba sus nutrientes sin que nosotros hiciéramos el mínimo esfuerzo.

Empezamos a no tener salida. No había opciones: ese lugar había dejado de ser propicio y había que irse de allí, y lo peor es que, -careciendo de aperturas de emergencia-, sólo quedaba abrirse paso a fuerza y coraje hacia algo totalmente desconocido, sin tener ni una sola referencia al respecto. Sin duda, una sensación amenazante, pero a la vez, sin retorno.

Algo desde adentro nos empujaba, pero si nosotros no colaborábamos, cada vez nos íbamos sintiendo más y más atascados, más y más ahogados, y entonces tuvimos que ir a patada limpia a favor del afuera.

El paso final fue el peor: bien estrecho el camino, casi asfixiante, hasta que por fin nuestra cabeza salió del otro lado. Algo nos jaló hacia arriba, nos agarraron de los pies y nos dejaron colgando boca abajo, y entonces desesperados nos pusimos a llorar y gritar. Parece que la gente de alrededor estaba contenta porque estábamos vivos, también de este lado del ¿mundo se llamaba esto?

¡Puf! Habíamos librado una ardiente batalla y nos quedamos dormidos largo rato, aunque al despertar sentimos en nuestros labios el gustito dulzón de algo que nos ponía mamá en la boca, y aunque en esta ocasión teníamos que hacer fuerza para extraer el juguito sabroso que salía de allí, valía la pena. Y se repetía luego, a cada rato. No estaba tan mal la nueva vida, al fin de cuentas.

Sin embargo, cuando pasó más o menos un año, sucedió algo nuevo: nos hartamos de estar rebotando contra las paredes del corralito o de estar de pie sólo a fuerza de ser sostenidos en los brazos de algún humano más grandote que nosotros, y la situación parecía resumirse en dos simples opciones: o nos las ingeniábamos para pararnos en nuestros propios pies, o seguiríamos toda la vida a merced de los brazos de otros.

Aquí ya no nos echaba nadie. Todo fue asunto nuestro. Así que, movidos por nuestro deseo, nos arrojamos a la aventura. Nos caímos una cantidad de veces que daría miedo a cualquier persona que estuviera en sus cabales, y sin embargo nos levantamos otras tantas y seguimos caminando sin que nadie ni nada, - ni nuestro propio susto, ni nuestro propio llanto-, pudiera detenernos.

Cada pequeño avance fue festejado con una sonrisa por parte de quienes nos miraban avanzar, pero incluso si no nos miraban, nosotros seguimos avanzando igual, hasta lograr sostenernos de pie. ¡Y eso sí que fue la gloria! Pudimos empezar a tocar otras cosas, investigarlas y hasta romperlas a gusto. ¡Qué divertido resultó ser todo aquello!

Muchas travesuras más siguieron a esas dos, las más fuertes e iniciáticas.

Sin embargo, en el transcurso del tiempo, no sé en qué momento nos desvigorizamos, perdimos la fe en nuestras capacidades.

Empezamos a buscar respuestas afuera de nosotros para las cosas que sólo tenían que ver con nosotros, cosa rara. Porque, bueno, es cierto que los manuales de instrucciones y las clases siempre fueron muy útiles, pero en ciertas cosas no parecían funcionar tan bien.

Se nos empezaron a presentar desafíos en los que nadie podía decidir por nosotros si quedarnos o si irnos, ni de qué manera hacerlo.

El problema es que ahora el espacio que teníamos por delante era mucho más amplio, casi infinito. Y nadie nos empujaba desde adentro en una dirección clara, a menos que volviéramos a escuchar a nuestro deseo, como cuando tuvimos que aprender a caminar.

Todo se empezó a tornar bastante confuso, ya que además no había una sola dirección correcta hacia donde ir, ni tampoco una sola dirección incorrecta hacia donde dejar de ir.

Y el otro tema crucial consistía ahora en que aún en el caso de que siguiéramos la dirección de nuestro deseo, esa sonrisa alentadora del otro lado, -ésa que la mayor parte de nosotros tuvo al menos en la módica dosis requerida para seguir intentándolo en el inicio de los tiempos-, ahora ya no parecía estar demasiado presente.

Es más, a muchos nos faltó cuando más la esperábamos y de las personas que más queríamos.

El mundo se convirtió a partir de entonces en un sitio insensible en que nadie se daba vuelta a mirarnos, aún llorando por la calle, atravesados por una pena inmensa.

El mundo se tornó una cosa ajena y torva, y sentimos que la vida nos trataba injustamente, que nos despojaba de nuestras patrias, de los hogares que nos vieron vivir, y nos exigía que nos abriéramos paso a machete, en una encrucijada desesperante, renunciando a lo conocido para aventurarnos hacia lo desconocido que se presentaba como amenazante y cruel. Totalmente desconocido. Totalmente solos.

Sólo rodeados por el líquido amniótico del universo, del cielo estrellado, esa inmensa panza, esa copa dada vuelta conteniéndonos, y recordándonos que, -tal como en el inicio-, muchos otros humanos estaban perdidos como nosotros lo estábamos, pujando frente a la nada aparente y abriéndose paso a fuerza de coraje, movidos como nosotros por el deseo genuino una vez más, sin garantías, como antes. Sin manual de instrucciones, como antes; y ahora incluso desoyendo montones de consejos, un ruido insoportable alrededor.

Sin embargo algo nos decía que no estábamos solos, que escucháramos el empujón que venía desde adentro, que fuéramos en ese sentido, a favor de la veta.

Y que aunque el peso de nuestros cuerpos fuera mucho mayor, tornando las caídas más dolorosas, y el trabajo de incorporarnos nos costara hasta el punto de tener que pedir ayuda a algún desconocido para levantarnos, si escuchábamos ese empujón que venía desde adentro y mirábamos hacia la cúpula invertida del cielo como una panza que nos jalaba hacia arriba y nos impulsaba hacia adelante, todo empezaba a tomar el gusto dulce de una nueva aventura, algún pezón prometido auguraba entre zozobras el advenimiento de nuevas tierras invictas, y aún entre lágrimas y casi sin querer, una vez más nos pusimos de pie.

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