Yo también estuve ahí. Adentro de ella, de sus fauces. Mirando al suelo mientras soy mirada por un ángel, pero dudo.
El ángel está arriba de mi duda, pero puede estar adentro de mi corazón y yo no saberlo. El ángel puede estar afuera de mi cuerpo, deseando el mío, puede estar afuera de mi alma deseando comunicarse con ella o sencillamente puede estar adentro, mirando mi duda con una sonrisa. Y sin embargo…
Algo o alguien olvidó o no supo o algún misterio faltó sembrar dentro mío muy de pequeña, tal vez demasiado. Quizás se olvidaron, quizás no escuché o no lo dijeron lo suficientemente fuerte, o a tiempo, o convencidos. Quizás, -creo que fue esto-, se olvidaron de celebrarme al nacer. No fue dicho con palabras a nadie. Marcó algo difuso.
No sé nada de esto realmente, sólo sé que durante los muchos años que duró mi duda, las personas a quienes pregunté si yo iba a poder no me entendieron. A veces se sonreían como los ángeles, como si les pareciera algo tan elemental lo que preguntaba o tan sin sentido que escapaba a su comprensión. Otros, acaso se sintieron usados por mí, como si yo me valiera de su nobleza cuando en realidad no hice más que buscar en esa nobleza externa la que no lograba descubrir adentro.
Porque uno no le pregunta a cualquiera si va a poder, si va a poder con la vida, con lo que sea que le presente esa vida propia: uno cuando desespera a tal punto, sólo pregunta a quienes ama, a aquellos en quienes confía, apoyándose en su nobleza como en el oro, el único metal que no se corrompe.
Creo que la duda de existir, la duda acerca de los propios sentimientos, la duda obsesiva sobre lo que se cree no tener no debería representar ninguna ofensa para nadie. Sólo que, al mostrarse, descubre un sufrir inmenso que exige un trabajo, un momento adecuado, y soledad profunda de consciencia para empezar a doblegar su lesivo poder.
A todos nos visita la duda: a algunos nos hizo la vida imposible, mientras que a otros sólo los merodea frente a algunas situaciones, frente a algunos paisajes. Pero ésa, la de fauces insomnes e implacables, no es la que quita certezas fanáticas, aquella a la que Borges aludió como otro nombre de la inteligencia, la duda que nos trae a la realidad.
No. La duda de la obsesión nos mantiene mirando la base de la escalera sin dar un paso, atados a la pregunta de Hamlet de por vida, tortuosa y circularmente. Sin salida.
Es paradójico que ese poder, el de uno mismo, nuestra potestad, sólo se reconozca en el acto arrojado de desplegar las propias alas. Es un acto magno, imponente, que sólo al final del proceso se asemeja al ancho y seguro vuelo del águila. Al principio sólo es el pinino torpe de quien no confía, pero ya no tiene otro remedio que intentarlo. Y duele despegar ese velamen pequeño e ignorado, deteriorado por el paso del tiempo, ajado, como una tela vieja y pegoteada en torno a los brazos. Dicen, además, que las coloridas alas de las mariposas, con sus dibujos y filigranas, permanecen muy alejadas del espectro de visión que ellas tienen. Para divisar la belleza de un ala, nos tiene que rozar desde fuera.
Sólo en el riesgo de caerse y abollarse, se logra que esas alas, como los paracaídas, se desplieguen y muestren su belleza inesperada, su imponente tamaño, su asombrosa existencia. Y uno no se cae: flota en el aire, y luego, vuela.
Ahí recién podemos mirar a la duda desde arriba, como los ángeles, transformados en ángeles.
La duda, collage, 2013, C. Bakún
No hay comentarios.:
Publicar un comentario