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miércoles, 14 de diciembre de 2022

EL COPISTA DE MÚSICA, DE "EL IDIOMA DE LOS GATOS", de SPENCER HOLST

de todos los cuentos que integran ese fabuloso libro, éste sin dudas fue el que más me gustó, y diría que se trató de un amor a primera vista lo suficientemente fuerte como para que me dieran ganas de leerlo completo. Ese libro además, vino a dar a mis manos sin ningún tipo de presentación, un obsequio bastante azaroso que motivó mi curiosidad lectora, y al hojearlo, el nombre musical del cuento me inspiró para empezar por ahí, aunque según el índice, se trata  del penúltimo.

Me produjo un impacto fuerte, por muchas cosas, capaces de suscitar fácilmente una identificación en mí, y que significan a la vez algo muy preciado: un tesoro sobre la apreciación musical y sobre la apreciación de la vida.

He aquí, con ustedes, el gran y mágico cuento:




EL COPISTA DE MÚSICA

 

Hubo una vez un copista de música.

Hacía copias de partituras y era bueno en su profesión, competente y digno de confianza, y trabajaba free-lance para las mejores sinfónicas e intérpretes.

Un día tuvo un trabajo de suma urgencia. Estuvo trabajando diez horas seguidas en partituras para un hombre considerado por el mundo como el Maestro de la viola.

Ya había anochecido cuando terminó, y metió las grandes hojas de música en un sobre de papel de diario, y tomó un taxi desde su departamento de Manhattan hasta Long Island, a la casa del Maestro Violista.

Llegó a eso de las diez de la noche y se encontró con una fiesta. Le entregó la música al Maestro Violista, quien la miró distraídamente y le agradeció, y le dijo:

“Bueno, ya que está aquí, ¿por qué no se saca el sobretodo y toma una copa?” El copista de música se sacó el abrigo y le dieron una copa, y se quedó de pie con ella en la mano.

Pero se sentía un poco fuera de lugar porque aquí estaba rodeado por la alta sociedad de la música, gente con brillantes, millonarios y herederas, ataviados con smokings y vestidos de París, mientras él tenía manchas de tinta en sus pulgares y en sus puños, y tenía la vista irritada de trabajar diez horas, y estaba vestido con un traje común.

El Maestro empezó a hablar de su hobby, que era coleccionar programas de grandes músicos que interpretaban gran música, y una pequeña multitud se juntó a su alrededor para escucharlo hablar, y el copista de música se unió al grupo y escuchó.

Finalmente, el maestro guió al grupo escaleras arriba, hasta su refugio, para ver su colección, y ¡oh!, aquí en las paredes había programas de Casals tocando solo en Madrid, de Albert Schweitzer tocando el órgano en el África, la primera y la última presentación pública de Paganini (enmarcados uno al lado del otro), Handel dirigiendo la Orquesta de Palacio para una boda en Inglaterra, Bach interpretando a Buxtehude, ¡oh!, y más y más...

Por fin el copista de música habló. Súbitamente, con una alta vocecita, dijo:

“Saben, yo tengo un programa que merece estar en esta colección”

“Oh”, dijo el Maestro.

“Sí, y precisamente lo tengo aquí mismo”.

El copista de música extrajo su gruesa billetera y empezó a pescar en su interior, entre los muchos pedacitos de papel en los que estaban garabateados números de teléfono y direcciones, y sacó un pequeño cuadrado de papel doblado que desplegó cuidadosamente y que resultó ser el programa mimeografiado del recital de alumnos de una maestra de música.

Se lo entregó al Maestro Violista quien, después de mirarlo, le preguntó: “¿Qué es esto?”

“Permítame que le cuente”, dijo el copista de música.

“Varios años atrás me fui de mi casa... Octagon Ohio... No había tenido oportunidad de visitar mi ciudad natal en diez años... Paré allí en casa de mi prima... Su hijo menor estudiaba la flauta dulce y me di cuenta enseguida de que parecía disfrutar con sus lecciones... no como la mayoría de los chicos de su edad... realmente parecía disfrutarlo... Una noche, la maestra... era una mujer... también tenía un coro... iba a ofrecer un recital de sus alumnos... Mi prima me invitó, pero yo no quería ir... Quizá debería explicar que, aunque no soy músico, estoy de alguna manera en el asunto... y tengo un oído... por ejemplo, puedo descubrir a cualquier intérprete en un disco por su estilo... esto es, quiero decir, por supuesto... los grandes músicos... y tengo una colección de discos que es una de las... ah... de la cual estoy orgulloso... De todos modos, no quería escuchar a los alumnos de cualquier... bueno, de todos modos... fui, sobre todo para complacer a mi prima, y resolví tratar de no ser sarcástico... Mi prima me llevó en auto al auditorium de la pequeña ciudad... La escolté hasta los asientos y nos sentamos, esperando un tiempo interminablemente largo para que la cosa empezara, y mientras esperábamos le eché un vistazo al programa que me habían dado (el que usted tiene ahí, en su mano)... y me di cuenta de que la música era casi toda antigua... obras de Bach y Handel, Couperin, Vivaldi, Scarlatti, y Frescobaldi y... bueno, era toda buena música, pero eran cosas sencillas, sin dificultades técnicas, propias para ser tocadas por chicos... Empezó el recital... y después de un rato me di cuenta de que estaba algo así como disfrutándolo... y me alegré de haber ido... Ninguno de los chicos era un prodigio... pero tocaban con tanto espíritu, con tan obvio regocijo que todo —hasta las pequeñas notas erradas— se transformó en placer para mí... hasta parecía haber una cierta propiedad en esas pequeñas notas erradas, como el graznido de un cuervo o el croar de una rana entre el canto matutino de los pinzones en el campo... en verdad me absorbí tanto en la música que cuando, en un intervalo, mi prima, madre orgullosa con ojos brillantes, exclamó: “¿No estuvo sensacional?”, refiriéndose a su hijo, yo la miré en blanco, preguntándome de qué diablos estaba hablando, exactamente, hasta que me di cuenta de que no había distinguido a su hijo, y que más bien había estado escuchando, simplemente, antes que mirando... Finalmente... justo antes del último número la maestra de música apareció entre los telones e hizo un anuncio... Dijo que había habido un cambio en el programa y que, en lugar de Dos Canciones de Vivaldi, el coro cantaría La Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach...

Bueno, recuerdo que fruncí el ceño, un poco irritado por el anuncio, porque sabía que lo que ella había dicho era sencillamente incorrecto... porque la gran Pasión según San Mateo abarca cuatro horas de interpretación... es una de las pocas más grandes y entre las más complejas piezas de música jamás escritas, y sólo los mejores coros profesionales suelen intentarla... y además necesita una orquesta entera... Pero entonces me distraje con algunas acomodadoras, chicas de colegio secundario que bajaban por los dos pasillos entregándonos cosas y susurrándole fuerte al primer ocupante de cada fila: “Tome uno de cada y páselos”... lo que hice, y me encontré con que en las manos tenía un sombrero puntiagudo de papel y una liviana varita de madera con cortas tiras de papel crepe unidas a la punta... Bueno, observé que todo el mundo se ponía sus gorros de papel así que yo también me puse el mío y me quedé allí aferrando la varita y recuerdo que los miles de tiritas de papel crepe hacían un curioso, apacible rumor en el cálido aire veraniego del auditorium, como hojas de otoño agitándose... Después todas las luces disminuyeron... y los sombreros de papel se iluminaron... eran luminosos... las tiras de papel también... y miré para arriba y vi débiles focos purpúreos que comprendí eran la fuente de luz negra que causaba la luminosidad... Todos los sombreros de papel brillaban en azul marino... salvo que... directamente delante de mí había una fila de brillantes sombreros blancos... y miré a la derecha y advertí que todos en mi fila llevaban sombreros blancos... y miré en redondo hacia atrás y todos los sombreros eran azules, sólo que directamente detrás de mí se extendía otra hilera de sombreros blancos... Los sombreros blancos formaban el dibujo de una Cruz... Miré mi propio sombrero... era blanco... y de pronto me di cuenta de que yo llevaba el sombrero central... era tan sólo una casualidad, simplemente sucedía que yo me había sentado en ese lugar... pero antes de que pudiera pensar demasiado en ello, el coro empezó a filtrarse uno a uno por entre los telones cerrados, llevando luminosas túnicas marrones... manos, cara y pies invisibles, formando finalmente un sólido manchón cobrizo, luminoso, atravesando el proscenio... Entonces la maestra de música apareció en el centro... una silueta... y después del aplauso hubo silencio... roto por un ruido creciente que parecía como si las cortinas a espaldas de los muchachos se abriesen... pero el escenario en sí estaba en completa oscuridad... nada se veía más allá del brillante manchón cobrizo... El coro, acompañado por una orquesta completa, empezó a cantar la gran Pasión según San Mateo... ¡Los chicos estaban preparados!, cantaron... pero la orquesta... tocaba instrumentos antiguos... ¡verdaderas trompetas de Bach, de trece pies de largo! ¡bombardas! ¡violas da gamba! ¡tamborines! los verdaderos instrumentos para los cuales Bach escribió esa Pasión... ¡Pero su ejecución! Nunca antes en mi vida había escuchado nada que se le aproximara siquiera... era como una orquesta de ángeles... Pero entonces por un momento recordé algo... un hecho... no le presté mucha atención en su momento  pero... aquella tarde había ido a comprar cigarrillos y casualmente miré la ventanilla de un automóvil detenido por un semáforo y pensé que reconocía a un intérprete francés de corno... un gran músico, había pensado yo siempre, pero nunca había sido muy conocido... Yo había trabajado varias veces para él, no le había cobrado mucho porque me gustaba y lo admiraba y sabía que no podía pagarme... pero entonces cambió la luz y el coche siguió, y yo me dije: “Oh, no podría haber sido. ¿Qué estaría haciendo él aquí, en Octagon?”... Pero ahora escuché los ibbletorks... sí... estaba seguro... ¡mi amigo tocaba en esa orquesta!... Durante las cuatro horas siguientes, durante la ejecución completa de la Pasión según San Mateo, viví en el vértigo maravilloso, escuchando... Finalmente terminó y se encendieron unas pocas luces...”.

“Pero el público... cómo reaccionó... fue muy extraño, muy peculiar... fíjense...”.

“Nadie aplaudió”.

“Nadie silbó ni gritó: „¡Bravo!‟”

“Nadie se movió ni se levantó para irse a casa”.

“Porque los peces fosforescentes que viven a cuatro millas de profundidad en el océano junto a las costas del Japón no conocen silencio tan profundo como el que dejaron en el aire oscuro de la sala de conciertos”.

“Casi uno por uno el público comenzó a deslizarse por los pasillos hacia la salida, y yo también me levanté... y empecé a abrirme camino entre la multitud pero en dirección opuesta... Iba hacia el escenario y hacia una puerta al costado que sabía me conduciría entre cajas... la maestra de música apareció en la puerta... estaba allí, bloqueando la entrada... de modo que tan sólo le dije que deseaba pasar y saludar a mi amigo... el ejecutante francés de corno... y le dije su nombre y le expliqué que era amigo de él en Nueva York... Pareció sorprendida y me preguntó: ¿Qué quiere decir?, de modo que se lo expliqué de nuevo, el cornista francés, era amigo mío, yo sólo deseaba entrar un minuto y decirle hola, si usted dijera mi nombre estoy seguro de que querrá verme, somos buenos amigos... Su cara se veía sorprendida y frunció el ceño y repitió: ‘¿Qué quiere decir?’... No sabía qué más decirle... Yo la miraba asombrado... ella me miraba a mí, sentí, como uno mira a un insano, y finalmente me dijo: Lo siento... sólo se permite la entrada de ejecutantes... y entró y la puerta se cerró... Salí del teatro y entré en el automóvil donde mi prima me estaba esperando... Habían sido las diez en punto, casi al terminar el concierto, cuando empezó la Pasión, y ahora eran las dos de la mañana... el chico ya estaba dormido en el asiento del automóvil... mi prima manejaba... finalmente le dije: „Bueno, ¿no advertiste nada... raro... en el concierto?‟... y ella me contestó: Sí,¡es una tontería tener despiertos a los chicos hasta esta hora! ¡Una tontería!... “Pero la música... ¿quiénes tocaban?”… “¡Oh!”, dijo ella, “creo que es una pequeña orquesta de Lopert, camino abajo, que viene a ayudarla cuando hay recitales”... Pero yo sabía que no había estado escuchando ninguna orquestita de Lopert, Ohio... y entonces le dije:  “¿Pero qué me cuentas de todas esas luces... esa Cruz... qué quería decir todo eso?”... Y mi prima se rió: “Oh, siempre está haciendo locuras como esa... puedes ver por qué los chicos la adoran”...”.

“Bueno, eso es todo”.

El copista de música miró en torno de la guarida, al grupo silencioso.

“La historia ha terminado”.

“Dejé Octagon esa mañana y no he vuelto. Ese programa, ese programa que está ahí, es el programa de esa noche... miren... ¡fíjense!... el último número del programa. Dice „Dos canciones‟, de Vivaldi...”.

-“¡Ooooh!”, dijo una voz, sarcásticamente.

-“¡Basta!”, dijo alguien con un gesto de desdén.

-“¡Baje, señor!”, se burló una hermosa muchacha.

El grupo se volvió escaleras abajo, las susurradas ironías contestadas por muecas, y el propio Maestro hizo un comentario muy desagradable, hiriente, que el copista de música no pudo evitar oír.

El copista de música se puso blanco. Nadie creía en su historia.

Le pidió su abrigo a un mayordomo y tuvo que esperarlo largo tiempo, y después se abrió camino entre los grupos que reían y bebían, hacia la puerta, y justo cuando salía... el Maestro Violista apareció en la puerta, a sus espaldas. “Permítame acompañarlo un trecho”, le dijo.

El Maestro tomó del brazo al copista mientras caminaban y le dijo:

“Me gustaría pedirle disculpas por lo que tuve que decir en la escalera, allá. Mire... por casualidad usted escuchó algo que no debía. Ya sé que usted escuchó lo que escuchó pero, por favor... no hable de eso. Esa gente —dijo con un gesto, señalando su casa ruidosa, brillantemente iluminada— no puede entender”.

Los dedos del Maestro se atenazaron alrededor del brazo del copista; se atenazaron con la fuerza de un violista, con toda la fuerza que hay en los dedos de un violista, y susurró: “¡Pero esa noche!, esa noche de Octagon... ¿no fue estupenda? ¿No fue estupenda?”.

El copista le arrancó su brazo. Se lo frotó minuciosamente y le dijo: “Ya lo creo, pero ¿cómo lo sabe usted?”.

“Yo estaba allí, claro —contestó el Maestro, y después dijo (¿y realmente se sonrojó con orgullo a la luz de la luna, al decirlo?)—: tocaba la segunda viola


 



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