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viernes, 23 de junio de 2023

CRONOPIOS



Parece que todos creemos ser cronopios, y tal vez tengamos razón, porque ser cronopio es estar en el lado interesante de la vida, el lado creativo, solidario, mágico, tierno, inocente.

¿Y quién querría que no lo consideraran así, al menos un poquito?

Todos queremos ser cronopios maravillosos, y no mezquinos famas, o esperanzas santurronas y conformistas.

Todos queremos ser fotografiados por el lado cronopio de nuestra vida.

Yo me siento cronopia cada vez que canto y que bailo, y cuando me descubro inventando catedrales en cada cosa que hago.

Si hay algo que me hace sentir bien es esa capacidad de creer que donde pongo las manos hay una obra de arte por ser construida, sola o con otros.

Y que esos otros que aparecen son parte de esa obra de arte como yo lo soy.

Si alguna vez queriendo o sin querer me encontré sintiendo que sólo estaba sumando un ladrillo más, me fui.

Si alguna vez sentí que estaba construyendo una pared confusa para algo ajeno, me fui.

Por más que costara el tirón, me fui me fui me fui

a donde pudiera construir catedrales.

Aunque me equivoque de arquitecto, de proyecto, o me meta en la obra equivocada, necesito sentir que estoy colaborando a levantar una catedral.

Y cada vez que digo catedral, pienso en Chartres, en ese viaje insólito hacia Europa a mis veinte, con un premio de lotería ganado por una tía sesentona y primeriza a la hora de los juegos de azar y los viajes en avión.

Qué azul era Chartres, qué azul sigue siendo en la memoria de esa instantánea en que entramos, una tarde lluviosa, con un órgano sonando en vivo y un sahumador gigante esparciendo aroma a incienso entre los vitrales azules de mi memoria.

Entonces, cada vez que me equivoco de arquitecto o de arquitecta, que me meto en el proyecto equivocado, cada vez que me escupen o patean de algún sueño, que pierdo hijos o nietos imaginarios, que se me oculta el sol de una esperanza de amaneceres, cuando la mente se siente tentada con rumiar a Pink Floyd y su oscuro mundo de ladrillos inútiles, yo me ovillo, me enadentro a donde nadie me siga, a donde nadie pueda verme en mi perfil de fama pretenciosa o de esperanza caída.

Y mientras me tejo para adentro y me olvido de que hay otras personas en el mundo, aquí en mi departamento me atrinchero con Mar una vez más, como habitando una nave que oscila entre las olas enormes en la negrura de una noche estrellada, como si todo fuera deriva, menos esta costura, este tejido en sol mayor, alguna clave de guitarra enmudecida, un poco de juego gruñente compartido, servirme en el plato una generosa ración de buenos recuerdos, y entre ellos, la noción adquirida en el evangelio según Pema Chödron de que todo, absolutamente todo es inesperado y trascendente, de que todo es parte del sendero, y me pongo a hacer un poema con la desgracia de anteayer, o con las cosas que fui dejando al voleo como semillas en la cajita que Gra me regalara “sólo para poner cosas bonitas”. 

Y me acuerdo de mi tía primeriza en algo a sus sesenta, me acuerdo de mi amiga Gra montada en la moto del Lobo que amó, rumbo a un mundo de nostalgias rockeras.

El silencio es el mejor lugar que queda para habitar entre líneas.

 


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