Después de todas las historias que ponían dentro y fuera de mi cabeza y dentro y fuera de mis palabras el sagrado temor ante la insondable prueba mortal que representaba el acto de dejar de fumar, después de las preguntas de rigor que nunca producían sosiego alguno, de la amiga que dejó con láser y de la que no paraba de mirar a los fumadores por la calle, después de barajar los enormes y sigilosos misterios capaces de hacer que alguien tras diez años de haber dejado el cigarrillo me hablara de eso con uno en la mano, con uno de tantos más, después de las cuentas, las intentonas, la teoría de que dejar podría traer enfermedades mortales que se detonarían justamente al dejar, después de ponderar si dejar de golpe o mejor gradualmente, si con o sin parches de nicotina, un día dejé de fumar.
Fue un día cualquiera y
nadie había programado que yo dejara de fumar ese día. Lo único que había
programado era una muestra de mis pinturas, la última que hice hasta el día de
hoy, hace más de cinco años ya. Lo único que pasó fue que, si la bronquitis que
tenía se fumaba un cigarrillo más, yo no iba poder asistir a mi propia muestra,
que era lo que más deseaba hacer en ese momento. Así que sin tener tiempo de
preguntarme si tenía o no fe en mí misma para intentarlo, lo intenté. Pasé en
un día de fumar a casi no hacerlo, apenas pitadas sueltas cada tanto, pedidas a
amigos fumadores si los veía, y si no, algo de fruta seca y mucho respirar y
aguantar la posición, según dijera mi maestra de yoga, cuando se trataba de
sostener la molestia en las poses difíciles.
Tampoco fue como ninguna
otra historia: ni olí mejor, ni corrí más, ni saboreé con mayor intensidad.
Pero sí me inundó una sensación de libertad irreductible, de poder mirar a la cara al
señor kiosco sin compulsión, sin que la madrugada me propusiera salir a la
calle a por uno.
Al final de cuentas ni
el amor será lo que imaginamos en la lista esa detallada para que el universo
no se confunda, y nos mande el señor de ojos azules y mirada calma, ni la
muerte nos agarrará como mejor nos pudiera apetecer.
Creo que el universo
tiene mucho sentido del humor, y se debe mear de risa cada vez que ve cómo
aquella piba que pidió uno alto y con un zapato negro se petrifica ante un pecoso con
el pelo teñido de verde, o cómo aquél que no quería atarse a nadie, ahora se ha puesto a criar
hijos.
También creo que cuando
de deseo de vivir se trata, más nos vale poder asistir a nuestra propia muestra
que a nuestro propio funeral, así que un buen corte con o sin quebrada, un
tijeretazo, o la desconexión lisa y llana del respirador para el recuerdo ese
que se está poniendo amarillo, no son malas ideas.
Mejor darle el cable y
el enchufe a otro, hacer la valija, e irse a tomar el avión a alguna parte
soleada, en la que nazca una flor y todos los días salga el sol. A ver qué nos
pasa.
(fotograma de la película "Vivir", de Akira Kurosawa)
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