Ikiru, como las palabras en guaraní, esta llena de sonidos i y de sonidos u…los más dulces, también abundantes en las palabras japonesas.
Ikiru significa vivir.
Kurosawa la filmó en blanco y negro, y al comenzar, da la sensación de ser un melodrama tremendo. Por lo menos, fue la sensación que me dio a mí, y hasta me atemorizó un poco que justo esta película que elegí con esmero para verla en el cine, no fuera a gustarme.
No me agradan los melodramas, y el tono con que comenzó, fue ese.
Pero me sumergí en ella, sin más. Casi nada parece lo que es.
Que un hombre fosilizado en vida descubra que está por morir, que se aterrorice, que se apene por las oportunidades perdidas, que choque con su hijo y su nuera y descubra lo lejos que se encuentra de ellos, de poder comunicarse de corazón a corazón. Que un hombre que trabaja obsesiva y rutinariamente en una oficina pública desde hace tanto tiempo que ya parece formar parte del mobiliario, haya donado todos sus años desde una viudez prematura a la causa de que a su hijo no le faltara nada. Y que ese hombre se abisme ante la proximidad de la muerte con el desamparo de sus propias acciones por único abrigo, como si un poncho raído y agujereado pudiera darle el sosiego necesario, son todas buenas razones para un melodrama.
Así que Watanabe, -una especie de González entre nosotros-, irá por alcohol aunque se siga perforando el estómago, irá por mujeres aunque no lo elijan, y encontrará algunos compañeros piadosos en un camino yermo.
Pero a este González japonés lo deslumbra la visita de una compañera de trabajo que tiene una risa muy sonora, y que emana gracia y frescura en cada cosa que dice. Ella sólo necesita poder renunciar al trabajo más aburrido del mundo, y el único que puede firmar esa renuncia es él. Watanabe va a seguir paseando con la jovencita, que nada sabe acerca de su enfermedad, y cree que él la pretende.
El nuevo empleo de la chica será en una fábrica de conejitos saltarines a cuerda, y mientras él le confiesa la poderosa razón por la que elige su compañía, uno de los conejos, desde la mesa, escuchará la confesión que ella no es capaz de creer: que él necesita el secreto de esa alegría, que él quiere poder vivir como ella.
Hay un corte, tras el cual iremos a parar sin escalas al velatorio de Watanabe, siguiendo una tradición que Kurosawa aprovecha de un modo magistral, ya que, entre quienes visitan la urna funeraria y quienes, sentados y bebiendo sake, comentan los últimos sucesos en la vida del simple oficinista de una de las más burocráticas oficinas públicas del Japón de entonces, se irá revelando una verdad desconocida.
Y es que Watanabe había quedado congelado en una toma anterior: después de llorar su suerte frente al conejito y la joven, él había levantado la cabeza y, casi al unísono, también había comenzado a sonreír.
El secreto de esa sonrisa se irá desplegando como un origami entre trago y trago de sake, entre las presencias que llegan y se van, entre los chismes encontrados de los últimos tiempos del señor… Y la verdad, -como un gran rompecabezas-, se irá armando también en el mismo escenario del velatorio.
Watanabe no hizo nada extraordinario: solamente cumplió con un trabajo pendiente. Claro está que el trabajo pendiente era la construcción de una plaza para que los niños pudieran jugar, reemplazando de una vez el baldío horrible en que la podredumbre servía de caldo de cultivo a tantas enfermedades y tanta fealdad. Sólo que esa tarea en nada parecía conmover a los funcionarios, que hacían pasear de una oficina en otra a un coro de mujeres hartas ya de luchar.
Watanabe decide tomar esa causa, y llevarla a su realización. Para eso desafía las negativas de los jefes, insiste con firmeza ante presiones que nadie se había atrevido a resistir, y finalmente logra ver la inauguración del predio, terminada en los meses justos que le quedaban de vida.
Watanabe muere hamacándose en medio de una noche fría, y nadie creyó que esa hamaca pudiera contener tanta felicidad. Muere cantando, no por borrachera, ni por soledad, ni tampoco muere de frío. Muere cantando una vieja canción que había perdido su significado, como si la cantara por primera vez.
Watanabe muere feliz, sintiendo la realización de un trabajo como la tarea que dio sentido a su vida ese tiempo final en que por fin pudo detenerse a mirar el cielo y lamentar no tener más tiempo para hacerlo, ya que había que llegar a concluir la obra. . .
Él tiene un coro de mujeres que lo recuerden agradecidas, conmovidas hasta las lágrimas por haber tomado la dignidad de su reclamo y la suya propia en favor de sus niños, en favor de la alegría de los tiempos por venir.
Watanabe había quedado congelado en una toma anterior: después de llorar su suerte frente al conejito y la niña, él había sonreído, y casi al unísono, había levantado su cabeza.
Para que nadie notara cuánto se descongeló desde entonces en él eso que damos en llamar Vivir, sólo le reservó un poquito de frío a la muerte que le mordía los talones, y que lo encontró por fin cantándose mientras se mecía suavemente en la hamaca.
Pero él, que llegó a saber el secreto de llevar todo al sendero, el secreto de hacer arte con las sombras y el dolor, pudo morirse abrigadito de sí, entibiado en medio de la nieve por tanta belleza, refugiado en un poncho de todas las estrellas.
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