Ella sabe irse, soltarse a sí misma por los peñascos que la habitan dentro del lugar en que nació. Allí hay zarzamoras deliciosas, ávidas de ser encontradas por manos humanas que sepan apreciar sus atractivos. También hay mirlos, pájaros negros atrevidos que sonríen desde las plantas, desde el follaje agreste, áspero… y ella es capaz de dejarse despeñar sólo por ir a buscar sola, fuera de la grey, ese placer inaudito y sólo suyo.
Casi se muere esta vez, pero no. El impacto la lastimó un poquito, lo suficiente para no distraerla de que en realidad acababa de despertarse. Por eso cuando él llegó, en vez de observarlo acomodar los productos de limpieza entre las estanterías de la vieja despensa, esta vez ella lo sacó de ese lugar y lo puso a desnudarse junto a su propio cuerpo, ostentoso, robusto, danzante, seguro, y a tal punto fue así lo que les pasó, que ella se olvidó de que era virgen y a los cuarenta y ocho de una vida castigada se entregó por primera vez a eso que hacen hombres y mujeres cuando lo hacen bonito, con ganas, con deseo.
Su entorno era hostil, por eso salía al encuentro de los mirlos y las zarzamoras, a bailar una danza privada que no creía que pudiera ser superada en belleza por ninguna otra cosa…sin embargo ahora se caía esa certeza también, como su propio cuerpo rodando hacía apenas un rato, para descubrir que algo diferente empalagaba sus labios con un sabor desconocido que parecía untar el mundo con su miel.
Un mirlo había aleteado para ella y la había dejado así de rara, agitada, plural, innumerable. Tenía forma humana y ella deseaba volver a encontrarlo con la misma fruición con que él evocaba ávido y encendido el olor a sol en su piel.
En ese pueblo de Georgia, la vecindad masculina era una jauría y la femenina, también. Aun debajo de las ropas festivas y coloridas, de las pieles suaves y los cabellos cuidados de las vecinas, las lenguas y las expresiones de sus rostros, igualmente filosas, señalaban todo el tiempo la avidez por despreciar a esa mujer diferente.
Porque ella, llamada Etero en ese pueblo perdido en el tiempo, del que apenas se escapaban las jóvenes teñidas de azul, se crió con el cuento de haber sido artífice de que su madre muriera al poco tiempo de ella haber nacido. Culpas bien inculcadas, bien apretadas para hacerlas caber en una sola personita. Y bien sostenidas por una pequeña comunidad que las perpetuó aun después de morir el padre y el hermano, coautores principales de la mitología despiadada que contribuyó a mantener a Etero sujeta al pueblo, a su silencio, a su exclusión…
Y a su virginidad férreamente defendida, acaso como un trofeo que la protegía de la invasión a su cuerpo al menos, ya que la de su alma había sido tarea complejamente desplegada desde su niñez; mientras que la de sus espacios, -su casa, su despensa-, parecía no existir. Todas las vecinas entraban y salían cómodamente de las habitaciones de Etero, y hasta pretendían saber sus secretos.
Nada bueno parecía merecer para ellas alguien que no había cumplido con el deber de darle hijos a la patria, y menos aún con el de sostener familias que se preciaran de serlo, hijos y maridos aun sin felicidad, aun sin palabras, sin abrazos, sin silencios siquiera, que poder compartir.
Eran mujeres amargas que pretendían ser buenas. Etero pagaba con su deseo de jubilarse y huir por fin hacia un lugar solitario, totalmente solitario, en que ella y su libre forma de ser no desentonasen.
Pero mientras las vecinas pavonean maledicencia, Etero y Murman la pasan bien, su sexo los hace plenos, los libera, y empiezan a hablar de sí mismos.
En vez de viagra, Murman bebe poesía y se enamora fuerte de Etero, y de encuentro en encuentro, furtivamente van compartiendo un íntimo pulsar en sus respiraciones, en sus gestos y silencios, en su deseo retratado en una imagen no convencional, en la que el cine se reivindica en su capacidad de acercarse a lo auténtico sin eufemismos, y al cuerpo masculino sin tantos pudores.
Ella lo sabe inocente, y cuida y acaricia esa pureza que asoma desde sus gestos.
La madre, casi una desconocida para ella, había padecido cáncer de útero, y ninguna vecina se priva de regodearse en el relato de sus últimos días, ni de sentenciarla a correr la misma suerte. Lo único que Etero conserva de ella es un retrato que cuida y observa amorosamente.
Murman deberá irse a buscar suerte en otro suelo, y de pronto todo parece ensombrecerse. Una pérdida de sangre muy oscura que Etero asocia al cáncer, hace que piense en hacerse un chequeo médico. Murman retorna a buscarla y a proponerle una vida juntos que ella rechaza en nombre de la defensa de su libertad, y de su soledad. No me queda muy claro en esta escena, si en realidad no se trata de miedo.
Después de pasar unos días en la ciudad, y de visitar el extraño territorio del hospital, Etero recibe el “diagnóstico” de su embarazo. Casi un milagro, le dice el médico. Uno ve entonces deambular a esa mujer que no sabe qué hacer más que saborear un café, y de a poco, pero implacablemente, ponerse a llorar. El llanto también tiene un diagnóstico: emoción.
FIN
Nos quedamos con la sensación de esa emoción, y al minuto aparece la pregunta anecdótica de qué hará ella con ese embarazo. Pero ella y su embarazo son, además, una metáfora. O ante todo lo son.
Quién pudiera engendrar de semejante manera un hijo, con ese placer del deseo suelto, silvestre y tierno del buen salvaje, o la buena salvaje, que desde Nazareno Cruz y el lobo hasta Pinkola Estés, nos recorre las entrañas. Quién pudiera vivir el deseo de ese modo fértil.
No creo que importe demasiado lo que pase de ahí en adelante, aunque esa emoción, además de todo es una revancha, una buena revancha que le obsequia la Vida a su vida.
La película habla de muchas cosas que me reflejan, y creo que pueden reflejar a muchísimas mujeres.
El viaje a la mismidad es una aventura sabrosa a la que no todo el mundo accede. Y a quienes se nos ha dado, sabemos que es una aventura incomprendida. Fundamentalmente porque se hace en soledad, y la soledad genera sospecha en una sociedad programada para que lo feliz provenga siempre del talento que hayamos tenido para formar primero una pareja, y en su defecto una familia.
Y digo “talento”, porque quien no tuviera la suerte de prosperar en ese intento, será considerado defectuoso, problemático, o incapaz. Y digo “o en su defecto” una familia, porque no siempre la pareja se sostiene por amor, ni siempre se sostiene, pero “al menos quedan los hijos”, con lo cual se ha cumplido un cometido.
Pocas personas pueden acceder a la intimidad consigo mismas estando en pareja y teniendo hijos. Y también pocas personas pueden vivir su soledad como una aventura y no como una condena. En general es más fácil quedarse en una pareja o en ese nido familiar más por miedo al cambio y la intemperie que por deseo. Por eso, aunque muchas de las personas que vivimos solas, o que no tuvimos hijos no hayamos llegado a esta situación por “deseo” o “convicción”, si hemos podido saborear esa llegada a la soledad y la mismidad, algo de Etero tendremos.
Y si somos mujeres, tal vez y seguramente un poco más, porque en nuestro caso pesa mucho la doble sentencia: no haber sostenido una pareja y no haberle dado hijos a la patria.
Pesa también la incomprensión del mundo, y aunque tardamos en darnos cuenta, también una suerte de envidia en quienes se empeñan en considerar a la mujer sola (sin pareja ni hijos) como una especie de ser sin propósito ni quehaceres, a quien se le hace un favor si se le quita algo de privacidad, si se la asedia con la lástima o se le adosan funciones de cuidado creyendo que no hay placer posible en la condición de ser solitaria.
La mujer para la cual la jubilación no es una condena y está sola, es doblemente incomprendida; y se la castiga de modos diversos, sobre todo por la ausencia de tiempo productivo, causa de sentido en mucha gente que necesita “llenar” su tiempo con actividades.
Pienso en mujeres creadoras, sin hijos, muchas... Algunas de ellas también sin pareja estable, o solitarias hacia el final de sus vidas. Hay una lista bastante interesante de estas bichas raras, y sin embargo, parece que algún hijo trascendente han dado, en forma de arte, de danza, de literatura, poesía, pintura, filosofía o ciencia.
Y aunque no pretendo hacer una apología de la soledad, ni pregonar que sea el mejor estado para el ser humano, ni negar la profunda necesidad de afecto, y la búsqueda tanto del amor, como de espacios de reunión que puedan ser vividos como familia, sí pretendo indagar en la condena de la soledad por parte de quienes sólo desean llenarla, y se consideran mejores, o mejor adaptados por reunir ciertas características que los hagan reconocibles y aceptables ante la mirada mayoritaria.
Es posible reconocernos en los sencillos placeres solitarios de Etero, en su sensualidad, en su búsqueda inclaudicable de la belleza y autenticidad. Ella es capaz de dejarse despeñar sólo por ir a buscar sola, fuera de la grey, ese placer inaudito y sólo suyo.
Pero a la vez, es como una de esas zarzamoras deliciosas, ávidas de ser encontradas por manos humanas que sepan apreciar sus atractivos. Y hay mirlos, pájaros negros atrevidos que sonríen desde las plantas, desde el follaje agreste, áspero… y de pronto revelan su propio corazón, su propio misterio.
Y cuando ese encuentro sucede, no hay más que celebrar que de vez en cuando la vida nos bese en la boca.
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