Pahuyentar las sombras en estos resfríos de julio, comparto este relato de Canciones que me enseñó mi madre, que si bien dejó de estar inédito, aún espera su fecha y su rinconcito de presentación en estas tierras... ahí va:
NIÚ IORK, NIÚ YORK
Cuando entré esa mañana a su cuarto y la vi, temblé. Mamá no podía estar junto a aquella mujer, porque iba a enloquecerla.
Decidida, me dirigí hacia la jefatura de enfermería para pedir que por favor trasladaran a la señora a otra habitación, o que de lo contrario trasladaran a mamá, pero que no las quería juntas.
Cuando volví al cuarto ella ya estaba hablando hasta por los codos.
Durante las noches anteriores la susodicha había enloquecido a los enfermeros y a todos los que la escuchábamos gritar: “¡por favor, alguien que venga, alguien que me escuche!” Y otras tantas cosas. Un parloteo gritón, constante y solitario que no intenté descifrar, no porque no me conmoviera, sino porque era superior a mis fuerzas lidiar con esa angustia.
Y ahora estaba aquí: su cabeza repleta de rulos canosos desordenados. Un bigote en su cara regordeta. A los pocos minutos supe que era profesora de literatura. Le gustaban los romances españoles antiguos, y sobre todo, era una apasionada del teatro. Y ni bien se dio cuenta de que mamá y yo éramos del palo, empezó a dar gracias por haber dado con nosotras, porque en las demás habitaciones o estaba sola, o pensaban que estaba loca, es decir: más o menos lo mismo.
En medio de su profusión de palabras aparecieron amistades, espectáculos a los que había asistido, y una agenda llena de números telefónicos y direcciones. Se puso los anteojos porque quería ubicar por todos los medios a una sobrina cuyos padres estaban de viaje, y a la cual no podía localizar.
Aparentemente no había quien se ocupara de ella. Con esfuerzo, logré encontrar el nombre de la sobrina, y lo pasé a enfermería , a ver si podían hacer algo. En la agenda, también figuraban cantidad de actores y artistas a los que había conocido. Me contó que Nora Cullen y ella eran grandes amigas, y yo, en medio de una especie de admiración inesperada, tardé en darme cuenta de que se trataba de una actriz que ya había muerto hacía rato.
Cuando llegó el enfermero a notificarme de que la señora iba a ser trasladada, le pedí que por favor cancelara mi solicitud, que así estaba bien, que probáramos por un día. No sólo por ella, sino también por mamá. Le iba a venir bien tener una compañía, la iba a ayudar a socializar un poco y, - aún con su su desordenado parloteo-, a tratar de comunicarse mejor. Al comentarle el tema de la sobrina, moviendo negativamente la cabeza, me dijo que ya habían intentado mil veces comunicarse con ella sin éxito.
Mientras tanto la dama, siguiendo con la cuestión del teatro, empezó a hablar de “niú iork”. No decía Nueva York, sino “niú iork”, con acento yanqui.
En Niú Iork había conocido muchísima gente: artistas, actores, directores de teatro, y disfrutado de espectáculos maravillosos. Añoraba con toda su alma estar allí. Tanto que por momentos se confundía y creía estarlo.
De pronto empecé a sentir un potente olor a pis que llegaba desde el baño. Provenía de un pantalón que ella había traído cuando ingresó al hospital. Se lo tuvieron que sacar porque estaba orinado totalmente. Y ahí había quedado desde hacía días, sin que nadie se lo llevara para lavarlo.
Entre tanto, mamá y la señora habían hecho buenas migas: mamá le hablaba de su música, y la señora de su teatro, y de lo mucho que le gustaban los jóvenes cuando eran atentos, como los estudiantes de enfermería que tan bien la habían tratado. Era un gran gusto para ella ver ese tipo de jóvenes agradables, esa linda juventud.
Más tarde, y para mi gran sorpresa, la sobrina apareció por fin: más fría que el mármol, habló con los médicos, y al rato nomás se apersonó una asistente social, señal inequívoca de un traslado a geriátrico inminente. Pese a haberle mencionado el tema del pantalón, la chica se fue sin habérselo llevado.
Cerca del anochecer tanto mamá como la dama, - cuyo nombre no alcancé a preguntarle-, entraron en un estado cada vez más delirante. Mamá creía estar en su casa con su hermano, mientras que la buena señora me pedía que fuera yo a la suya a buscar una caja de bombones para dárselos a los chicos que tan bien la habían atendido.
Ambas me pedían cosas imposibles: mamá que la llevara a su casa en ese mismo momento, y la señora por un lado creía estar en New York, y por otro lado insistía en convencerme de que los bombones estaban en el piso de abajo, es decir, en su casa, según ella aseguraba.
Yo no daba más. Quise llevarme su pantalón para lavárselo, pero me dije: ya es demasiado por hoy. Lo llevaré mañana. Realmente me sentía exhausta.
Cuando llegué a la mañana siguiente, sólo estaba mi madre en el cuarto. Por lo visto la operación “geriátrico” había sido muy expeditiva.
La cama de al lado estaba vacía. Y pensé: “sólo quedó de ella un pantalón meado”.
Es más, escribí una especie de haiku malogrado que decía:
Hospital-
En la cama vacía
un pantalón meado
La imaginé en el geriátrico repitiendo sus historias y eso me consoló. Recordé su expresión alegre y traté de soñar con que por un momento esas historias pudieran continuarse en alguien, en algo que no fuera ese triste resto sin nombre, arrojado sin más al tacho de la basura. Apenas podía lograr vislumbrar esa posibilidad. Me ganaba la tristeza.
Al llegar la noche, pasaron “los chicos”, los estudiantes de enfermería: dos o tres muchachos y una chica, muy jovencitos. Me saludaron cordialmente, le tomaron a mi madre los signos vitales, y antes de irse me preguntaron por la anciana, que por qué no estaba, que a dónde se había ido. En sus rostros asomaba la ternura.
Y sentí una inmensa emoción: algo de ella había sido puesto a salvo del olvido, de la crueldad, del desmundo.
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