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martes, 15 de junio de 2021

Norberto Uman: "Seres, manchas, lluvias"




Cautelosos como eran, no había sido sencillo descubrirlos. La primera vez ni me dí cuenta. Asomado a la ventana una tarde de verano, no ví más que la pared. Me pareció natural y pensé en algún caño roto, en algún descascaramiento casual.
Tiempo después pensé en globos, en grandes animales y también en mapas. Hasta creí ver el sur de África.
Y un buen día, yo estaba triste y esa noche había tenido malos sueños, salí nuevamente a la ventana y pude verlos. Y ya no los confundo más.
Desde entonces los sigo atentamente como si algo mío dependiera de sus vidas.
La anteúltima vez, había nacido otro hijo. Y en treinta días más o menos se había puesto hermoso. No sé si el tiempo lluvioso o un sol muy brusco lo habían ayudado a crecer tan velozmente, pero en ese mes, esbelta y definida, su cabeza rozaba ya el hombro materno.
El padre, mirando siempre hacia el cielo, ejercía un sereno dominio del grupo familiar. Era sin lugar a dudas, una figura fuerte en torno a la cual la madre y los dos hijos descansaban sin temores de futuro. Por otra parte, la misma naturaleza de las cosas los nutría.
La madre había engordado descuidadamente. Su vientre casi tocaba al hijo mayor, el más cercano a su derecha. Pero ya esa circunstancia me hizo temer por sus vidas. Porque yo sabía que un descontrolado engordar de cualquiera de ellos iba a terminar con la pacífica existencia de todos, sumiéndolos en poco tiempo en la nada de un manchón informe e irremediable. La madre era la única alcanzada por el mal, pero eso no era suficiente.
Crecer era todo lo que podían aspirar a lograr y a ser. Todo aquello que, por cualquier motivo, los hacía aparecer un poco más altos, significaba un peligro distante. Pero si alguno de ellos buscaba el contacto de sus seres amados, si pensaba siquiera en un abrazo o intentaba cualquiera de las formas posibles del acercamiento horizontal, entonces muy pronto todo estaba perdido y confundido, mezclado, borroneado. para ellos el amor sin riesgos sólo era posible a distancia.
Tenían aunque distinto origen, esa misma cualidad de las obras de arte o de los organismos vivos:  sometidos al plan de una armonía que algo a alguien había trazado para ellos, eran. Vueltos al caos, o tergiversado el orden, desertaban del mundo para el que habían sido dolorosa, difícilmente conquistados. Entonces yacían en sí mismos como mero yeso o agua, desmoronados en la belleza general y anónima de la materia.
Por eso, cuando esta mañana me asomé a la ventana y ya no estaban, supe que alguno de ellos había cedido al impulso fatal de una caricia.
La pared, desde luego, seguía ahí, frente a la ventana. Se extendía impávida todo a lo largo y sus antiguos habitantes se habían marchado. Sólo un gran descascaramiento gris, casi cuadrado , en la mitad. ninguna irregularidad, ningún vestigio permitía rehacer la historia, el friso que había vivido en ella.
No había otro límite que las aristas finales. Y más allá el cielo. Más allá las otras casas.


Cuento de "El pez en la red", (Grupo Editor Latinoamericano)


Pintura: mancha azul, acrílico y tinta s/paspartout, C. Bakún, 1999

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