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jueves, 1 de septiembre de 2022

A PLENA LUZ

Él y ella se conocieron ya grandes, como se suele decir de quienes pasaron los veinti y acaso los treinti tantos. Según se sabe, fueron una pareja feliz.

Un día los encontré en el colectivo y los saludé, cosa que ellos no hubieran podido hacer por las suyas. Iban muy bien arreglados, aseados, y sobre todo ella, muy coqueta, con algo de maquillaje y un buen humor muy llamativo. Había perdido la vista tras una mala praxis en la que entró al quirófano con apendicitis y salió sin todo lo demás, casi. Su caso, aparentemente perdido para la ciencia, fue tomado por un médico que, -cual el de “Darse cuenta”-, la ayudó a volver al mundo entera, ciega y sin audición en uno de ambos oídos, pero entera.

Ignoro en cambio la historia de la ceguera de él, pero el caso es que ciegos se conocieron, ciegos se gustaron, se eligieron y se amaron. 

En ese encuentro en el colectivo, ambos volvían de sus trabajos. Ella, telefonista con su oído sano, y él creería recordar que empleado. Cocinaban ellos mismos, y tenían empleada a una persona que los asistía casi lo imprescindible en lo hogareño.

Más allá de la admiración que suscitan estas historias, y la tentación de pensar en todo lo que les falta, pensaba en cuánto nos sobra.

Eso, todo eso que no podemos disfrutar porque no prestamos atención. Y no me refiero justamente a lo visual, aunque lo incluye. Pensaba en cuánto desvalorizamos la audición y el mágico sentido del tacto. Cuánto despreciamos los olores, y no hablo de fragancias ni perfumes, sino de olores, porque también nuestras pieles huelen, como huelen las flores, y porque los olores transportan mundos enteros, no sólo de recuerdos, -cosa sabida-, sino de informaciones que para un perro, por ejemplo, valen más que un documento firmado ante escribano. Informaciones emocionales, nada menos. Y váyase a saber cuánto más. Nosotros solemos avergonzarnos demasiado fácilmente de nuestros olores corporales, y no estoy haciendo un elogio de la suciedad, pero hay quienes sienten la necesidad de transformarse en una especie de perfumería ambulante en las que el olor a humano se disimule tanto que ya casi se pierda por completo.

“Echas olor a hombre”, le espeta horriblemente el marido a su sufrida mujer en la película “Solas”. Sí: olor a hombre. ¿Por qué no? Seductoras feromonas animales de las que también gozamos. Como también podemos gozar del olor a un libro viejo, a una comida, a la ropa de un ser amado, a la madera, el café, o la naftalina. El olor a casa. El olor a un paisaje.

Y el tacto, ah , el tacto…La caricia en todos sus registros, el abrazo en todos sus registros, y también el erotismo…”labio sobre labio sobre labio”, decía la canción. 

Y el eros extendido de saborear el paisaje con los dedos, acariciar un pétalo, un tronco, una espina, la arena, la tierra, el barro ,el agua. Qué distinta la percepción de un paisaje bello cuando sólo es una postal visual, que cuando hemos convertido en vivencia todo el recorrido. Qué pena en ese sentido, reconocer cómo la ciudad mutila el contacto sano con los insectos cuando son inofensivos, con el pasto porque pincha y la tierrita porque ensucia, y de cuánto se priva a nuestros niños civilizadamente acostumbrados a disfrutar de juegos…¡Visuales! Sí señor, señora, la televisión, la compu, los celulares, todo preparado para la sobre estimulación de la vista, haciéndola dueña y señora del sensorium casi perdido por completo.

Y queda el oído, saturado de sonidos cada vez más fuertes, ya que a mayor intensidad mayor poder, -Murray Schafer dixit-, porque el sonido más fuerte es del que gana. Nada de susurros, ni de escuchar los pajaritos, nada de prestar atención al silencio, a los silencios, a los sonidos suaves y mínimos. No: invadamos el espacio sonoro a gusto y piacere. Niños criados a altos decibeles deberán seguramente reinventar su percepción del mundo, mientras uno o dos géneros hegemonizan el mercado de la ¿música? Pero ese ya es otro cantar.

Y se canta con la boca, que también lame, saborea, habla, susurra, y se deleita.

No haré jamás la apología de la falta de visión. La vista es deliciosa, sí claro. Deliciosa y sumamente útil, eso lo sabemos todos, también los que están privados de ella. 

Sólo pensaba en quienes creen que una foto informa acerca de cosas que jamás informará sin el resto del conjunto. Pensaba en cuánto de la industria de la seducción está pensado en función de la vista, con y sin sentido, privilegiando su predominio, y sobre todo haciéndonos creer tan pero tan feos e insuficientes, incapaces de amarnos y disfrutarnos porque nos faltó la crema antiarrugas, el gimnasio, bajar o subir de peso. Y también que, tal vez por un rato, no nos vendría nada mal  aprender a vincularnos a pleno tacto, sabor y deseo, a pleno olfato y oído abierto, como dos pájaros ciegos amándose a plena luz.


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