Ella vino y yo pude. No sé cómo lo hice. La esperaba. Su pequeñez no me asustó aunque, -como siempre-, me resultó difícil entender por dónde entrar a ese universo tan chiquito, tan misterioso. Pero esta vez no me quedé en silencio, no me quedé quieta. Y resultó. Sólo jugué, me puse a hacer morisquetas, la perseguí, le gruñí en la nariz, saqué la lengua, ella empezó a reírse y le hice cosquillas y se enroscó feliz como a quien no le gusta pero sí. Luego me empezó a buscar por el jardín de adelante y ahí se me ocurrió jugar a las brujitas, y agarré la escoba y nos pusimos a dar vueltas por la tierra y el pastito, y ella se reía y se reía tan agudo y alegre. Luego empezó a buscarme cuando me veía sentada meditando sobre la lonita azul. Hasta en eso se parecía a Mar: se sentaba a mi lado y distraídamente me empezaba a mostrar sus chiches y a contarme en idiomas extraños e ininteligibles cosas sobre ellos, así que terminábamos las dos contándonos secretos en susurros y un día me dijo Clau, vení y yo fui. Y desde entonces los días que quedaron ella entendía que conmigo podía ser. Al menos eso creo, porque jugar y ser son la misma cosa a los tres años que a los cincuentipico. Y es que yo con chicos jugué, pero siempre de seis para arriba, ahí donde el lenguaje de algún modo también juega. Pero no sabía, nunca supe sentirle el gusto a mirar a un bebé, y mucho menos a entrar dentro de los parloteos casi ininteligibles de los que aún no llegan a los cuatro años. Pero esta niña morena, de ojitos tan vivaces, supo hacerme entrar en su mundo, y como Mar, ella pudo domesticarme a mí. De mi maestra Mar yo aprendí a amar a Emilia, y de mi maestra Emilia supe que Mar y ella, ella y Mar eran un pedacito de infinito disfrazado de una emoción que no tiene nombre.
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