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martes, 13 de septiembre de 2022

NOCHE TRANSFIGURADA





Hoy apareciste. Entraste como un dibujito animado a la cúpula de mi cráneo, mientras yo meditaba dentro de él. Entraste por la izquierda, como correspondía. Eras como un muñequito, muy serio y durito, todo vestido de negro y con corbata negra, menos la camisa blanca impecable, tu pelo negro y tus ojos muy celestes. Eras vos, papá. Te sentaste frente a mí, y se te veía inquieto, nervioso. Ahora que recuerdo la escena, te parecías un poquitín a tu admirado Chaplin, sólo que demasiado serio. Me saludaste con la cabeza, con una especie de reverencia muy escueta. Tenías las manos posadas sobre tus rodillas, como las mías, y se parecían en cierto modo a ellas. Eran ásperas, pero las tuyas no descansaban porque los dedos también estaban un poco nerviosos. De pronto apareció entre tus manos algo que ibas a darme, y en ese momento la imagen de la única foto que tengo de vos, se presentó en forma muy nítida. Luego volvió tu imagen sentada, y lo que tenías entre tus manos era una caja pequeña, -como la que en realidad contiene las cenizas de mi perra Lobita-, pero se trataba de una caja con tus cenizas. Me la dabas. Decía: para Gabrielita, -ya que así me llamabas-. Yo te agradecía de corazón, pero no te abracé ni me acerqué. Te tomé la mano por unos instantes, casi enseguida la solté y te hice otra especie de reverencia chiquita, y te fuiste. Sentí que te quedabas en paz. Yo en cierta manera también.

Después de que nos dejamos de ver a mis veinticinco, las únicas noticias que tuve de vos fueron veinte años más tarde, cuando me enteré de que habías muerto a través de un familiar que yo jamás había visto ni de cuya existencia estaba enterada. Fue en una conversación telefónica, y aunque el hombre era muy raro y costaba entenderle, pude comprender que tu muerte fue suscitada por un golpe, ya que te robaron por la calle la ínfima jubilación que cobrabas, en un barrio humilde de algún lugar del Gran Buenos Aires. Cuando ese primo tuyo me habló, esto ya había sucedido hacía un tiempo, por lo que yo no tuve, ni quise tampoco tener acceso a más información, o buscar tu tumba, o ir a ver a dónde habías vivido.

Me quedo sin palabras. Muchas preguntas deberán aguardar tras estas letras. No sé aún ni a quién le estoy contando este suceso ni con qué propósito. 

Hoy viniste a darme tus cenizas, a hacerme partícipe de algo tan tuyo como tu muerte, a reconocerme como hija desde algún extraño lugar, y me conmueve. 

Sería muy lindo poder cambiar la mayor parte de las notas que tocamos juntos mientras nos vimos. Pero eso no se puede. No sé qué melodía me trae esta vivencia extraña, ni qué muerte duelan estas cenizas tuyas. Podría ponerme a jugar imaginando muchas cosas, aunque por ahora creo que la mejor que se me ocurre es que esas cenizas sean también las de la historia unívoca y pesada que no he hecho otra cosa que contarme por años, esa que quizás siga narrando y elaborando hasta el fin de mis días. Pero la diferencia papá, la diferencia, es que no será la única, al menos, la única imaginable. Puedo inventarme otras historias paralelas posibles. Ahora se me ocurre que las notas de la palabra Gabrielita, en vez de sonar a tu revanchismo hacia mamá por el nombre que no le dejaste ponerme, podrían sonar de otra manera: a nombre soñado por vos para mí, a nombre mágico que contiene las letras de la alegría, a nombre dicho con una dulzura que no tuvo en su día, o que quizás desde esa niñez que estaba tan enojada con vos yo no pude atender, y cuyo sonido hoy puedo transfigurar, como Schöemberg la noche, en un cascabeleo suave. Y entonces, respetuosamente, me quedo en silencio papá, y te escucho.


( este texto nace de un ejercicio de imaginación activa propuesto durante un encuentro del Seminario Vivenciando a Jung, que imparte Virginia Gawel )

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