Después de que nos dejamos de ver a mis veinticinco, las únicas noticias que tuve de vos fueron veinte años más tarde, cuando me enteré de que habías muerto a través de un familiar que yo jamás había visto ni de cuya existencia estaba enterada. Fue en una conversación telefónica, y aunque el hombre era muy raro y costaba entenderle, pude comprender que tu muerte fue suscitada por un golpe, ya que te robaron por la calle la ínfima jubilación que cobrabas, en un barrio humilde de algún lugar del Gran Buenos Aires. Cuando ese primo tuyo me habló, esto ya había sucedido hacía un tiempo, por lo que yo no tuve, ni quise tampoco tener acceso a más información, o buscar tu tumba, o ir a ver a dónde habías vivido.
Me quedo sin palabras. Muchas preguntas deberán aguardar tras estas letras. No sé aún ni a quién le estoy contando este suceso ni con qué propósito.
Hoy viniste a darme tus cenizas, a hacerme partícipe de algo tan tuyo como tu muerte, a reconocerme como hija desde algún extraño lugar, y me conmueve.
Sería muy lindo poder cambiar la mayor parte de las notas que tocamos juntos mientras nos vimos. Pero eso no se puede. No sé qué melodía me trae esta vivencia extraña, ni qué muerte duelan estas cenizas tuyas. Podría ponerme a jugar imaginando muchas cosas, aunque por ahora creo que la mejor que se me ocurre es que esas cenizas sean también las de la historia unívoca y pesada que no he hecho otra cosa que contarme por años, esa que quizás siga narrando y elaborando hasta el fin de mis días. Pero la diferencia papá, la diferencia, es que no será la única, al menos, la única imaginable. Puedo inventarme otras historias paralelas posibles. Ahora se me ocurre que las notas de la palabra Gabrielita, en vez de sonar a tu revanchismo hacia mamá por el nombre que no le dejaste ponerme, podrían sonar de otra manera: a nombre soñado por vos para mí, a nombre mágico que contiene las letras de la alegría, a nombre dicho con una dulzura que no tuvo en su día, o que quizás desde esa niñez que estaba tan enojada con vos yo no pude atender, y cuyo sonido hoy puedo transfigurar, como Schöemberg la noche, en un cascabeleo suave. Y entonces, respetuosamente, me quedo en silencio papá, y te escucho.
( este texto nace de un ejercicio de imaginación activa propuesto durante un encuentro del Seminario Vivenciando a Jung, que imparte Virginia Gawel )
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