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viernes, 28 de octubre de 2022

EL MENDIGO QUE NO MENDIGA




Anoche leía un poema de Bossi que se llama “lo que no está, no está”, y que termina diciendo: “alguien, cómo decirlo, que nos reconozca. Nos llame a cualquier hora por nuestro nombre verdadero”. 

Una vez me preguntaron qué nombre le pondría a mi alma, y pensé que ése, nuestro verdadero nombre, es aquél al que respondemos. Decir: ¿qué nombre le pondrías a tu alma? no es lo mismo que preguntar ¿Cuál es el nombre de tu alma?

Porque es el alma la que me bautiza a mí, y sólo algunos pocos se dan cuenta; descubren, como todos lo hacemos, de a poco y equivocándonos un montón, cómo llegar ahí, cómo llegar y ser bienvenido. 

Y es que, con o sin palabras, esa sonrisa como eco de otra por la calle, algo así debe ser eso: saber el nombre de tu alma.

Y recordé cuando hace un tiempo, caminando por el barrio me topé una de tantísimas veces con Amadeo, -voy a ponerle así, por no dar su nombre real-, pero yo no sabía aún cómo se llamaba. Esa vez me pidió unos mangos, y me quedé perpleja. Él es un hombre respetable, noto que más de uno lo sabe o lo intuye, y hasta una vez vi a una mujer que lo estaba entrevistando mientras él le contestaba sentado tranquilamente en su cajoncito de siempre, destartalado en su arreglo, pero correcto en su decir, y en una pose de dignidad sobria; nada que pudiera recordar ni de casualidad a un ser que quisiera inspirar lástima.

¿Qué otra cosa es un mendigo sino eso? Aunque no se vista de mendigo, aunque sea uno de esos tipos que van enchufándote repasadores o medias por la calle, y que te siguen mientras te chantan a grito pelado un discurso sobre sus desgracias y los niños que tienen por criar, al fin de cuentas, siempre un mendigo es alguien que trabaja de dar lástima.

Y Amadeo no. Por eso me sorprendió tanto que me pidiera dinero, porque nunca antes lo había hecho. 

Era de tarde, cosa que también me sorprendió porque él suele hacerse visible por las noches. Le di unas chirolas, como él dijo, y le pregunté si estaba bien y cuál era su nombre. Lo vi triste mientras me decía ¿qué importa mi nombre? El nombre de uno es algo que se diluye con el tiempo. ¿Para qué sirve tener un nombre si no lo dice una madre o una novia? 

Se me partió un cachito el alma, pero traté de que fuera lo menos posible; al fin de cuentas casi no lo conocía, ni lo conozco. Finalmente y ante mi insistencia me dijo que se llamaba Amadeo. Me presenté a mi vez, aunque creo que no me prestó mucha atención. 

Estas últimas semanas me lo he vuelto a cruzar, en horario nocturno. Como lo saludo por su nombre, no tiene más remedio que dedicarme algún tiempo y yo entonces le pregunto cómo anda. Parece que una pierna lo había tenido a mal traer, me dijo el otro día. Sin embargo lo vi mejor, más animado. Tenía ganas de conversar, así que eso hicimos. No fue una charla larga, pero me contó muy al pasar que por no afrontar los recuerdos que le podía traer, le dejó la casa materna entera a su hermano. No sé si esa será la causa verdadera de que ande desde hace tanto viviendo en la calle. Y luego me dijo algo maravilloso: que lo único que sabe es que no sabe nada. Ya sé que suena a Sócrates, pero él lo dijo con un tono menos filosófico y más amargo, y del que quise escaparme.

Hoy lo volví a encontrar, y esta noche la venda de la pierna estaba bien visible, así que me contó que tuvo una infección, que una muchacha conocida lo ayuda a cambiarse la venda y desinfectar la herida todos los días. Y cuando le pregunté si había ido a un hospital, me retrucó, preguntándome a su vez si yo tenía idea de lo que era ir a un hospital. Y como tengo alguna idea, nomás, y le respondí eso, me dio la sensación de que se sintió más cómodo al hablarme de lo deprimente que era, de la cantidad de gente que va, que no pueden ser atendidos, y que algunos rompen cosas y gritan. 

Antes de irme, pasó un muchacho que le dejó plata así nomás y le dijo: “buenas noches, campeón” mientras seguía su camino.

Amadeo es un hombre respetable, tranquilo, culto. Un hombre que no trabaja de dar lástima.

De todo esto me acordaba al leer el poema de Bossi, y también de las personas que nos nombraron dándose o no cuenta, esas que deseamos o extrañamos que nos nombren nuevamente, y las que se olvidaron de nombrarnos.

Traigo a mi sentir uno por uno los rostros de todos los que sí me siguen nombrando, porque no voy a darle el gusto a la melancolía. También me ocupo de revivir la alegría de los añorados cuando retornan, cosa que si bien es demasiado infrecuente, cuando sucede nos permite evocar al padre del hijo pródigo y darle un apretado abrazo imaginario. 

Pero no puedo evitar acordarme de las veces en que me he visto caminando como una paria, como una descastada de varios corazones importantes, como si no tuviera casa materna, o como si aun teniéndola no me provocara a veces una pena inaudita. 

Y debo haberme cruzado con muchas más almas como la mía, muchas más de las que soy capaz de imaginar. Y es que cuando los dolores insospechados nos despiertan, esos que creímos que no nos iban a tocar justo a nosotros, nos meten en una misma bolsa con el resto de la gente, esa masa confusa que llamamos gente, cualquieras, como uno mismo, capaces de saltar de alegría por alegrías tan insospechadas como esas otras desgracias mayores que sólo nuestro corazón conoce. 

Y digo corazón en vez de alma, y me pregunto si serán o no lo mismo. Y no podría arriesgar nada sensato acerca de la causa por la que Amadeo vive en la calle. Pienso que tendrá seguramente sus muchos o pocos revires, rayes o como se llamen, y en esa frase que dice que “todos juzgamos un dolor que no es el nuestro”. 

Pero no creo que Amadeo por el solo hecho de vivir en la calle se maltrate a sí mismo más que un trabajólico, o un adicto a alguna cosa cualquiera que no pueda dejar y le perfore la vida. 

Sí puedo decirle su nombre de vez en cuando, por hinchar nomás, a ver si acierto de carambola a pegar al menos en el palo de su alma, a ver si ella se siente reconocida dos segundos, y sonríe.



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