Estoy descongelando mi vieja heladera y eso me remonta a otra tarde antigua.
Estoy en casa con Mar. Y bajé el volumen de la música. Hay un silencio denso. Ni pájaros ahora. Ni coches. Recién, a lo lejos, la sirena de una ambulancia. No sé si hay vecinos cerca o se fueron a las casas de otra gente.
El silencio es poderoso, lo mismo que la sensación de que si necesitara salir a conseguir un coche en este momento la pasaría mal, como si fuera la madrugada después de la Nochebuena pero sin la algarabía propia de ese festejo.
Hay un silencio que no sabría definir. No sé si es sagrado, si es de temor, si es de ceremonia. Nadie que me lo explique. El mundo ha huido a una boda a la que no fui invitada, o para ser honesta, a la que no quise ir.
No sé qué está sucediendo allí: si los novios están felices, si el cura está tardando en permitirles que se den un beso, o si el que traía las alianzas tuvo un inconveniente en el camino, como sucede en tantas comedias.
Hay un silencio del que no formo parte pero me incluye.
Siento que este momento en que los televisores, las pantallas todas y algunas radios secuestran a las multitudes, puede ser inoportuno para que las locas o los locos en el neuropsiquiátrico justo se pongan mal, o los bebés se enfermen de urgencia, o los ancianos, los pobres, los que viven en las calles, o cualquiera de nosotros no encaje en la necesidad de estar sano y expectante por dos horas y pico, creo recordar que eso es lo que dura un partido de fútbol, porque estamos en el mundial de fútbol de qatar dos mil veintidós.
Si me gustara el fútbol claro que miraría el partido. Pero como no me gusta, mirarlo solamente porque mi país juega, me parece un despropósito tan grande como que mi vecina se tuviera que poner a escuchar a martha argerich sólo porque representara a la argentina en un concierto internacional en que unos países tocaran piano contra otros y se detuviera el tiempo por la ilusión de la gran alegría comunitaria que sería vivarla a la argerich después del triunfo, o por la enorme pena comunitaria de que hubiera perdido contra X, y así salir a entregarse a un pedo triste en casa de los viejos, de los hijos, de la pareja o el amigo.
Así que renuncio a las cábalas, los santitos, y otros rituales que no me disgustan por sí mismos, sino por lo que tienen de impuesto o autoimpuesto. Por los niños cuyos padres ni bien nacen los asocian a un club de fútbol aunque luego renieguen del bautismo, y prefieran que ellos definan cuando tengan entendimiento sus creencias. Por la ilusión de naturalidad que todo este ritual ha adquirido progresiva e implacablemente.
Todo queda suspendido en este silencio: hasta los principios que luego volverán a ser tomados o dejados, defendidos o defenestrados. Recuerdo de pronto la película un día muy particular. Dos seres que se encontraron en medio de un silencio que era distinto de éste, aunque también quizás un poco parecido. No hay ningún duce por acá, por suerte. No lo hay, y no es menor el detalle.
Se está celebrando un gran matrimonio. Hay muchos intereses en juego. Todo se ha inmovilizado.
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