De vez en cuando nos sentamos la una frente a la otra y nos miramos.
Por lo general ella no habla, aunque es muy elocuente con sus expresiones faciales, con sus gestos. Parece estar siempre en situación de abrazar, de socorrer en el desborde de las emociones y las lágrimas, con una sonrisa giocondesca, suave y siempre a tiempo.
Es una buena compañera de camino, sólo que ella, mejor que yo, sabe de lo abismal que se puede tornar el permanecer mucho tiempo dentro de su abrazo. Ella sabe que necesita reemplazantes, abrazos diferentes, otros compañeros y compañeras de andanzas, otros idiomas, otros mensajes.
Por eso es muy cauta. Cuando nos reunimos, me toma la mano y me escucha. Y es que últimamente, cuando me viene a visitar, o yo a ella, la comunicación es honda y nos impulsa a ambas a interrogarnos, y mirándonos de frente, la pregunta que nos hacemos la una a la otra es: ¿hasta cuándo?
Yo suelo decirle, más bien recalcarle demasiado, que ella bien sabe que las situaciones fueron difíciles, que no fueron un invento ni una exageración, y entonces ella inclina la cabeza afirmativamente. También le digo y le repito que fueron muchas a la vez, fuertes todas, demasiado junto. Llegado ese punto, suelo llorar o al menos emocionarme hasta que me asoman las lágrimas, aunque cada vez menos. Y ella, que antes en esos momentos me abrazaba fuerte, ahora también lo hace cada vez menos, diría que ya no lo hace. Me mira, con una mirada dulce y sincera, comprensiva, pero ya no actúa. Permanece quieta.
Esta última vez que nos encontramos, habló por primera vez. Y fue ella la que pronunció estas palabras que tanto le dije, como una interrogación: ¿hasta cuándo?
La miré, esta vez en silencio. Pensé en lo elocuente que me resulta contarme la historia de que nací de nuevo, pero a una edad que ya no me permite, por ejemplo, ser astronauta, y que eso es una limitación importante para mí, aunque en mi caso ser astronauta significa cosas muy diferentes de las que suele designar esa palabra.
Me sigue mirando, y yo a ella, con la misma sinceridad, con la misma fijeza. Ninguna de las dos baja los ojos.
Le digo, le insisto sobre todo lo que he cambiado para bien, y cómo ahora prefiero su compañía a la de otras viejas niñeras con las que ya no me agrada estar, y ella mueve afirmativamente la cabeza. Pero espera.
Y yo entonces le acaricio la mano en son de despedida transitoria, le sonrío y me voy. Me pongo de pie, y ella también lo hace al unísono, solo que al levantarnos del banco de la plaza, ella va para un lado y yo para el opuesto.
No es mala educación, ni enemistad.
Es la distancia necesaria para que yo pueda quedarme pensando en qué cuento quiero contarle la próxima vez, a ver si se alegra, porque siento que ella, mi tristeza, espera que yo haga algo, que la próxima vez le cuente otra historia.
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