deliciosos seríamos, sí, como amantes, hijos, padres, parejas, compañeros de escuela, amigos, amigas o amigues; deliciosos, sí, seríamos sin dudas como tíos, sobrinos, primos o niñeras, médicos de cabecera o vecinos, madres, hermanas, y todo lo que se te ocurra, cabecita, si no tuviéramos estas feas heridas que tenemos, si tuviéramos X años menos o X años más para haber aprendido lo que no aprendimos entonces o para haber aprendido lo que aún no tenemos ni remotamente entrevisto. Porque sin duda seríamos deliciosos, tanto como ese otro, otra, otre, otrora o en ese futuro perfecto conjugado tan sólo en sueños anticipatorios, de lo posible que sería un mundo ferpecto, ferpectamente delicioso, pero no. Lo que ocurre, ocurre simplemente ahora, sin el tiempo ese, previo o posterior a lo que somos hoy, y si hay algo que corregir será improvisando en este instante, mientras vamos aprendiendo lo suficiente como para parecernos un poco, acaso, a la deliciosa versión de nosotros mismos que tanto solemos esperar en los demás. Y la cosa, sabés, yo creo, es ser deliciosos, -lo más deliciosos que se pueda-, con nuestras heridas puestas, feas e indomesticadas, pero conscientes a tal punto de que se hicieran casi arte en nuestras manos, casi bellas, casi el lunar que tienes cielito lindo junto a tu boca, la puntada desprolija dada con el ojo desnudo, el traspié de la bailarina, el mal aliento del mejor beso, el olor a sudor del verano más perfumado, el fango en el lecho del río, el pie embarrado y feliz jugando mientras chapotea, para que alguien elija alguna vez como decía el Nano, el lunar de tu cara a la pinacoteca nacional. Amén
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