Éste tal vez sea uno de los homenajes más tristes que haya escrito, no sólo porque Javier murió y porque era cuatro años menor que yo, y porque murió sin el preludio que dan las largas enfermedades, sino porque fue mi amigo, y habiendo sido mi amigo, los últimos veinte años de nuestras vidas casi no nos pusimos ni un me gusta en la única red que nos unía, y sólo nos saludamos personalmente en la presentación de un libro alguna vez, ya hace mucho.
Es cierto que tenía sus cosas, y que no por nada me quedé enfurruñada en modo suficiente como para creer justificada mi actitud, que no difirió de la suya, ya que tal vez él también pudiera haber quedado enfurruñado conmigo. Pero ¡oh, sorpresa! al enterarme de que había muerto, de golpe retornaron a mi memoria todas las cosas por las que sí lo había querido y él a mí, ya que el tiempo que nos fue dado compartir en este mundo fue elegido por ambos.
Por eso mi homenaje es triste: porque me obliga a enfrentarme con la necedad que tanto suelo criticar, que es la de esperar a la ausencia definitiva para ofrendar a quienes quisimos el regalo de nuestro reconocimiento, y de dar a conocer ese cariño que mezquinamos en nombre de algún enojo que evidentemente era menor en tamaño que todo aquello que origina nuestras lágrimas frente a la partida final en esta tierra.
Vienen a mi memoria momentos hermosos, tan hermosos como para ser evocados vívidamente, y los recorro con la bronca que me produce no poder tomar su mano y agradecérselos.
Lo conocí como alumno de mi más amada escuela, cuando ambos éramos demasiado jóvenes, y yo sólo tocaba el piano acompañando las clases de folklore mientras él intentaba completar un ciclo secundario que nunca cerró, ni evidentemente necesitaba cerrar. Era un tiempo en que en las escuelas nocturnas, - o por lo menos en ésa en particular-, en el recreo largo salíamos alumnos y docentes a tomar café al bar de la esquina, y nadie miraba con malos ojos que eso sucediera.
Fue a partir de ese momento que empezamos a compartir vida vivida fuera de las aulas, noches en vela de charlas interminables, reuniones y cumpleaños, alguna salida al cine y muchos encuentros y desencuentros, el último de ellos aquí, en esta casa que sigo habitando, dedicándome un ejemplar de su primer libro después de haber marchado juntos por Avenida Corrientes el famoso veinte de diciembre de dos mil uno. Y fue un hermoso encuentro.
Creo, - porque aunque memoriosa, esto sí se me desdibuja ahora-, que lo que siguió fue justamente el desencuentro causante de la distancia enorme que no logramos resolver.
No obstante, me llegaban, claro está, noticias de los libros que iba publicando, e iba leyendo muchos de sus poemas. También sabía que se dedicaba a dar talleres de Poesía, y ciclos dedicados a algunos poetas en particular, enlazando muchas veces esas vidas con sus conocimientos de Psicoanálisis y otros saberes, así como su participación en los festivales de Poesía en las Escuelas, del mismo modo que supongo, él a su vez se habrá enterado de algunas de las cosas que me iban pasando y de las que iba haciendo. Ambos conservamos la distancia, exceptuando un par de veces que ameritaron la excepción.
El caso es que hoy de todo eso me queda la admiración por lo que entiendo, -habiendo conocido parte de su historia de vida-, fue un camino superador, con el que sin duda sembró y cosechó el agradecimiento de muchos de quienes fueron sus discípulos, sus lectores y sus fieles amigos. Fue un hombre querido y admirado además como Maestro y como poeta , privilegio si los hay en este mundo.
Yo recuerdo con emoción la dulzura que aparecía en su rostro al sonreír, y el tacto de su mano tomando la mía, y recomiendo a quienes pudieran estar leyendo estas palabras que no cometan la tremenda estupidez de dejar para mañana los cariños que puedan expresar hoy.
Aquí unos poemas de Javier Galarza, de su primer libro “Pequeña guía para sobrevivir en las ciudades”.
DISCUSIÓN (I)
Parejas en estado de suspensión, donde un encuentro en un bar puede decidir su supervivencia o no. O, lo que es aún peor, como aquél experimento del gato de Schödringer, ocasionar una inexplicable superposición de estados: ni vivos ni muertos, ni juntos ni separados…
Ella entra al bar con un nuevo corte de cabello, gravitatoriamente rejuvenecida, radiante frente al autismo melancólico del joven.
- Estoy cambiando- anuncia. –Me levanto temprano, salgo a correr…ahora puedo dormir de noche. Encuentro un nuevo valor en las cosas simples. Estoy buscando cosas que me hagan bien.
Pronto él comprende que no está entre esas cosas.
***
Jurarse el amor a la luz de las estrellas muertas…
Revocar el dictamen unilateral de la flecha del tiempo al superar una velocidad determinada…
Las complejas ecuaciones del tiempo relativo hallan fácil resolución en una situación cotidiana: por la noche, en las plazas, en el arenero de los juegos infantiles, allí donde los enamorados buscan refugio y ella repentinamente comienza a hamacarse y ríe con ganas y se hamaca más fuerte hasta que el vértigo la invade y salta hacia los brazos de su amado que la recibe convertida en la niña que fue.
***
…tatuajes, aros, fiestas bailables, estadios repletos, crímenes, violencia callejera…no hay cristianos arrojados a los leones ni luchas de gladiadores ni aldeas ardiendo en la penumbra ni los hombres de antaño abandonando las cavernas garrote en mano…
Pero aún así nada ha cambiado demasiado: aún nos sobrevive la memoria del cazador.
(crepitar del fuego en la noche primitiva.
que todo tiemble con la fuerza de tu odio).
***
cielo
hablar del abismo hacia arriba
puertas multiplicándose a la nada
infinitas escaleras en espiral hacia donde
dios
salió por un rato
***
-si el mundo ensaya su final donde la lluvia es sólo eso
Y no guardan oro los arco iris y nuestros movimientos
Se desacostumbraron a mares y montañas
Y si ya nada nos convoca en torno al fuego
Son necesarios abrazos inmensos
Para desandar a la muerte-
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