Después de luchar veinte horas ayudada por toda su familia, aceptó el peligro de irse a un hospital, dado que nadie sabía qué hacer para sacarle al niño que se le cuatrapeó a media barriga.
La tía les tenía terror a los hospitales porque aseguraba que era imposible que unos desconocidos quisieran a la gente que veían por primera vez. Ella era buena amiga de su partera, su partera llegaba siempre a tiempo, limpia como un vaso recién enjabonado, sonriente y suave, hábil y vertiginosa como no era posible encontrar ningún médico. Llegaba con sus miles de trapos albeantes y sus cubos de agua hervida, a contemplar el trabajo con que tía Eugenia ponía sus hijos en el mundo. Sabía que no era la protagonista de esa historia y se limitaba a ser una presencia llena de consejos acertados y aún más acertados silencios.
La tía Eugenia era la primera en tocar a sus hijos, la primera que los besaba y lamía, la primera en revisar si estaban completos y bien hechos. Doña Telia la confortaba después y dirigía el primer baño de la creatura. Todo con una tranquilidad contagiosa que hacía de cada parto un acontecimiento casi agradable. No había gritos, ni carreras, ni miedo, con doña Telia como ayuda.
Pero por desgracia, esa mujer de prodigio no era eterna y se murió dos meses antes del último alumbramiento de la tía Eugenia. De todos modos, ella se instaló en su recámara como siempre y le pidió ayuda a su hermana, a su mamá y a la cocinera. Todo habría ido muy bien si al niño no se le ocurre dar una marometa que lo dejó con la cabeza para arriba. Después de algunas horas de pujar y maldecir en la intimidad, todo el que se atrevió pudo pasar entre las piernas de la tía a ver si con sus consejos era posible convencer al mocoso necio de que la vida sería buena lejos de su mamá. Pero nadie atinó a solucionar aquel desbarajuste. Así que el marido se puso enérgico y cargó con la tía al hospital.
Ahí la pobrecita cayó en manos de tres médicos que le pusieron cloroformo en la nariz para sacarla de la discusión y hacer con ella lo que más les convino. Sólo varias horas después la tía recobró el alma, preguntando por su niño. Le dijeron que estaba en el cunero. Todavía hay en el hospital quien recuerda el escándalo que se armó entonces. La tía tuvo fuerzas para golpear a la enfermera que salió corriendo en busca de su jefa. También su jefa recibió un empujón y una retahíla de insultos. Mientras caminaba por los pasillos en busca del cunero la llamó cursi, marisabidilla, ridícula, torpe, ruin, loca, demente, posesiva, arbitraria y suma, pero sumamente tonta. Por fin entró a la salita llena de cunas y se fue sin ningún trabajo hasta la de su hijo. Metió la cara dentro de la cesta y empezó a decir asuntos que nadie entendía. Habló y habló miles de cosas, abrazada a su niño, hasta que consideró suficiente la dosis de susurros. Luego lo desvistió para contarle los dedos de los pies y revisarle el ombligo, las rodillas, la pirinola, los ojos, la nariz. Se chupó un dedo y se lo puso cerca de la boca llamándolo remilgoso. Y sólo respiró en orden al verlo menear la cabeza y extender los labios en busca de un pezón. Entonces lo cargó dándole besos y se lo puso en la chichi izquierda.
—Eso —le dijo—. Hay que entrar al mundo con el pie derecho y por la chichi izquierda. ¿Verdad mi amor?
La jefa de enfermeras tenía unos cuatro años, cinco hijos y un marido menos que la tía Eugenia.
Desde la inmensa sabiduría de sus vírgenes veinticinco, juzgó que la recién parida pasaba por uno de los múltiples trances de hiperactividad y prepotencia que una madre necesita para sobrellevar los primeros días de crianza, así que decidió tratar el agravio con el marido de la señora. Se tragó los insultos y le preguntó a la tía si quería que la ayudara a volver a su cuarto. La tía dijo no necesitar más ayuda que sus dos piernas y se fue caminando como una aparición hasta el cuarto 311.
El marido de Eugenia era un hombre que con los ojos negaba sus irremediables cuarenta años, que tenía la inteligencia hasta en el modo de caminar, y las ganas de vivir cruzándole la risa y las palabras de tal modo que a veces parecía inmortal.
Llegó una tarde a visitar a su mujer cargado con las flores de siempre, un dibujo de cada hijo, unos chocolates que enviaba su madre y las dos cajas de puros que distribuiría entre las visitas para celebrar que el bebé fuera un hombre. Caminaba por el pasillo divirtiéndose con sólo pensar en lo que serían los mil defectos propios de los hospitales que de seguro había encontrado su esposa, esa mujer a su juicio extraña y fascinante con la que había jurado vivir toda la vida no sólo porque en algún momento le pareció la más linda del mundo, sino porque supo siempre que con ella sería imposible aburrirse.
En mitad del pasillo, lo detuvo la impredecible boca de Georgina Dávila. Había oído hablar de ella alguna vez: mal, por supuesto. A la gente le parecía que era una muchacha medio loca, rica como todas las personas de las que se habla demasiado y extravagante porque no podía ser más que una extravagancia meterse a estudiar medicina en vez de buscarse un marido que le diera razón a su existencia.
No le había importado la amenaza de perder hasta la hermosa hacienda de Vicencio, ni la pena infinita que le causaba a su madre saberla entre la pus y las heridas de un hospital, como si su familia no tuviera dónde caerse viva. En realidad, era una vanidosa empeñada en tener profesión como si no tuviera ya todo. Hasta el padre Mastachi le había hablado de los riesgos de la soberbia, pero ella no quería oír a nadie. Se limitaba a sonreír, enseñando a medias unos dientes de princesa, manteniendo firmes los ojos de monja guapa que tantos corazones habían roto.
Se consiguió una sonrisa suave y cuidadosa que esgrimía frente a quienes se empeñaban en convencerla de cuán bella y altruista profesión era el matrimonio, una risa que quería decir algo así como: —Ustedes no entienden nada y yo no me voy a tomar la molestia de seguir explicándoles.
Está claro que a Georgina Dávila le costaba suficiente trabajo mantenerse en el lugar que le había buscado a su vida, como para perderlo frente a una parturienta lépera. De modo que en cuanto vio al marido le cayó encima con una lista de los desacatos que había cometido la tía Eugenia y terminó su discurso pidiéndole que controlara a su señora.
—Mire usted —dijo el hombre, con el brillo de una ironía— no me pida imposibles.
Ella accedió a entenderlo con sus helados ojos azules y el marido de la tía se enamoró de aquella frialdad con la misma fuerza intempestiva con que amó siempre la calidez de su esposa.
—Voy por su hijo— acertó a decir la doctora Dávila, extendiendo una mano que no sintió suya.
Tenía una palpitación en el sitio que con tanto cariño había cuidado en otras mujeres y padecía la pena horrible de ver llegar el deseo por el mismo lugar que las otras. Al poco tiempo entró a la recámara cargando a un niño con la cara de papa cocida que tenían los demás recién nacidos, pero al que de pronto ella veía como un ser luminoso y adorable.
Lo puso en los brazos de la mamá.
—Viene completo— dijo.
—Perdón por el escándalo de hoy en la mañana— pidió la tía Eugenia mirando a Georgina Dávila con agrado.
—No hay nada que perdonar— se oyó decir Georgina.
—Lo volvería a hacer— completó la tía Eugenia.
—Tendría usted razón— le contestó Georgina.
Luego dio la vuelta y se fue rápido a examinar la sensación de ignominia que le recorría el cuerpo. Había cruzado cuatro palabras con el marido de esa señora y ya le parecía una tortura dejarlo con ella. —Soy una estúpida. Me hace falta dormir— se dijo mientras caminaba hacia el cuarto de una mujer que en lugar de vientre tenía un volcán adolorido.
Cerca de la media noche volvió donde la tía en busca del bebé que había engendrado el hombre aquel, tan parecido a su abuelo materno. Su abuelo fue el único adulto al que ella vio desnudo bajo la regadera en que se bañaban juntos, su abuelo de piernas largas que le enseñaba el pito con la misma naturalidad con que la dejaba tocar las grandes venas que se endurecían en sus manos, su abuelo que le contaba las vértebras bajo el agua.
—Eres un montón de huesitos — le decía—. Te debes llamar Huesitos.
Cuando entró al cuarto 311, la tía Eugenia dormía como un ángel exhausto. Su marido no se había atrevido a mover el brazo sobre el cual ella recargó durante un largo rato su incansable vehemencia, hasta irla perdiendo en la del sueño. Georgina le quitó al niño del regazo y lo miró para no mirar al hombre que le estaba robando la paciencia.
—Son un milagro— oyó que decía su voz en la penumbra.
—Todo— contestó ella, abrazando al niño que se llevaba.
Tres días después, la tía Eugenia salió del hospital con su quinto hijo y la mitad de su marido.
De un día para otro, el hombre aquel había perdido la certidumbre de su dicha sin agujeros, la fuerza que alguna vez lo hizo inmortal, el control de sus días y de sus sueños. Desde entonces vivió en el infierno que es disimular un amor frente a otro, y ya nada fue bueno para él, en ninguna parte estuvo a gusto, y se le instaló en los ojos una irremisible nostalgia.
Toda la pasión con que alguna vez anduvo por la vida se le partió en dos y ya no fue feliz, y ya no pudo hacer feliz a nadie. Por eso cuando en medio de una comida familiar, su corazón debilitado no pudo seguir con la vida en vilo de esos años, la tía Eugenia lo llevó sin la menor duda al Hospital San José. Porque ahí estaría Georgina.
—¿Se va a morir?— preguntó la tía Eugenia en cuanto estuvieron solas.
—Sí— le contestó Georgina.
—¿Cuándo?— preguntó la tía Eugenia.
—Al rato, mañana, el jueves— dijo la doctora y se encajó los dientes en el labio inferior.
La tía Eugenia caminó los cuatro pasos que las separaban para abrazarla. Georgina Dávila se dejó mecer y acariciar como una huérfana. Una semana después, el cambio de enfermeras las sorprendió a las dos llorando sobre el mismo cadáver. Entre las dos habían velado sus últimos sueños, le habían quitado los harapos al ir y venir de su mirada, habían puesto sosiego en sus manos, palabras de amnistía en sus oídos. Cada una le había dado como último consuelo la certidumbre de que era imposible no querer a la otra.
—Nadie pudo ser mejor compañía. Nadie era tan infeliz como yo, más que Georgina— contaba la tía Eugenia años después, al recordar los orígenes de su larga hermandad con la doctora Dávila.
(Cuento de "Mujeres de ojos grandes")
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