Si siempre fui amante del cine, la pandemia me dejó particularmente ávida de su lenguaje, lo cual no quiere decir necesitada. Es más, le he ido dedicando al cine, -visto en la compu porque no tengo televisor-, cada vez un tiempo menor, pero sí muy vivo, muy presente. Me dediqué a vivirlo como un ritual personal, un encuentro con algo que pueda realmente convocarme, y así de a poco he ido abriéndome a películas raras, o no tanto, conocidas muchas de ellas pero que yo no había visto, y también otras que vi por la mitad, o con poca atención en alguna oportunidad, y que necesité revisitar por alguna buena causa.
Entre las que no había visto en su momento, estaba la celebrada “El príncipe de las mareas”, película que lloré durante buena parte de su transcurso.
Al mismo tiempo vengo a dar, entre mis imágenes guardadas, una y otra vez con la expresión inefable de Audrey Hepburn montada a su motocicleta con cara de asombro extasiado y ávido en “La princesa que quería vivir”.
Ella se ha escapado de una función odiosa y aburrida, para conocer el mundo, ése, cotidiano y encantador, que el palacio jamás dejó entrar en sus protocolos. Tuvo que inventarse una identidad, cortarse el pelo y usar anteojos oscuros para disfrazarse de persona común, y deambular hasta dar con algunos personajes del pueblo y algún recién llegado, que convertirán su vuelta al Palacio en la vuelta de una persona diferente.
El príncipe de las Mareas se ha marchado de su hogar para auxiliar a su hermana en un momento terrible de su vida, y para poder realizar esta profunda y comprometida colaboración deberá quedarse en una ciudad mucho más compleja que la suya, separarse de su mujer e hijos por un tiempo más largo del que suponía, y entablar un diálogo profundo tanto con su hermana como,- sobre todo-, con la psicoanalista que la trata, tan comprometida como él en ayudarla.
Cuando yo era chica, vivía estas cosas de las películas muy mal, y digo cosas tales como que Audrey Hepburn se separara del fotógrafo para retornar al aburrido palacio a cumplir su misión, o que Nick Nolte no tuviera nada mejor que hacer que retornar a su pueblo y su matrimonio dejando a Barbra Streisand tan enamorada como él de ella.
Sin que me deje de producir bronca, contemplo ahora que detrás de bambalinas la peli nos está proponiendo otra cosa, más áspera tal vez, después de habernos mostrado el camino de la dulzura y la felicidad. Y es que en ese camino hay una profunda impregnación de autenticidad, de encuentro con lo genuino, con las caras desconocidas de uno mismo que piden ser descubiertas, descifradas, y sobre todo, que piden ser vividas. Con o sin permiso externo, vividas. A pleno. Nuevos sabores, nuevas aperturas.
Si me dejo contagiar por lo poquito que estoy empezando a aprender sobre un señor llamado Jung, parecería que asomarse a eso que él llamaba “sí mismo” implicaba ver dentro de uno una importante cantidad de yoes, y darles espacio, dejarlos hablar, moverse, expresarse, y también dejarlos en silencio. Un buen director de orquesta debería explorar esos yoes, su música, su sonido particular, para saber cuándo hacerlos sonar. Jung proponía un ser humano integrado que supiera de sí mismo desterrando las poses tanto como la visión unívoca con que queremos mirarnos.
Y tal vez, ese Nick Nolte sanado por el amor, y por la verdad que deja irrumpir para ayudar a su hermana, sea un ser mucho más íntegro que el que dejó su pueblo creyendo conocerse. Tal vez Barbra Streisand también se haya salido de una vida que no la expresaba para descubrir que la realidad era capaz de ofrecerle nuevas y más hermosas vivencias, del mismo modo que la Audrey de La princesa que quería vivir, después de vivir algo de todo eso que quería, regresa a Palacio empezando a darse cuenta de qué es lo que realmente le reclama su misión.
Príncipe es quien da principio. Y quizás ambos príncipes, hayan arribado más íntegros a ese lugar del que salieron, como bien sabían Ulises y Kavafis, porque “así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,/entenderás ya qué significan las Itacas” .
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