Como las mejores
cosas de la vida, sucedió por casualidad. Mamá me pidió que la acompañara a la
casa de una alumna de piano que la apreciaba mucho, cuya familia se iba a vivir
al exterior, a Europa según creo… Y nos habían invitado a una cena de
despedida.
No puedo recordar
bien mi edad, pero supongo que andaría por los nueve o diez años, no mucho más
ni mucho menos de los que tenía su alumnita.
Así que mientras
ellos, los mayores, se entretenían en sus conversaciones, nosotras dos nos
fuimos al patio y recuerdo que tuvimos una hermosa charla. Es más, creo que de
no haberse mudado tan lejos hubiéramos podido hacernos grandes amigas.
Nos sentimos muy
cómodas la una con la otra, y de pronto ella me mostró sus patines: yo nunca
había visto unos. Y no sólo me los mostró, sino que se puso a patinar por el
patio. Ya era de noche, recuerdo. Y se entusiasmó con la posibilidad de
enseñarme a patinar, cosa que logró hacer en un ratito. Se trataba primero de
pisar fuerte: había que clavar los patines en el suelo para ganar firmeza.
Luego de un rato de ese ejercicio, uno podía empezar a hacer otras cosas más
parecidas a volar.
¡Yo quedé encantada!
Y la nena, cuyo nombre no recuerdo, sin más ni más buscó un poco, y encontró un
par de patines viejos más pequeños, que me calzaron a la perfección. Era muy
grandota y yo muy menuda. Recuerdo que los patines que ella usaba a sus diez
años eran del número treinta y ocho o treinta y nueve.
Así fue que el hábito
de patinar se convirtió en una fiesta cotidiana. Iba y venía sin cansarme por
el patio de la vieja casa de Dorrego, haciendo posta en los macetones llenos de
flores, o en los viejos sillones de hierro pintados de blanco por la Tía Mary. Y
si hacía buen tiempo y la Tía Ana le estaba leyendo el diario a Pelu en el
patio, los saludaba muy contenta subida a mis alas.
El hábito feliz de
patinar se extendió más o menos hasta mis diecisiete años. En ese tiempo
existían los patinódromos. Y si mi memoria no me hace trampa fui yo la que
extendió esa maravillosa costumbre entre los peques de la familia, enseñándoles
a mis primos de Mar del Plata ¡y hasta a la mismísima Tía Lili! ¡Los porrazos
que nos habremos pegado en ese porche!
Y luego, la delicia
de ir todos juntos al patinódromo marplatense, girando y girando tomados de la
mano.
Si mal no recuerdo,
la última vez que estuve subida a unos patines fue en Villa Gesell. Yo andaba
por los diecisiete, y aproveché esa ocasión para tratar de hacerme visible a
los ojos de un chico que me gustaba, dando vueltas ante su mirada, mientras
trataba de desplegar al máximo mi sobria y elegante timidez.
Aún extraño patinar.
No sé cómo ni por qué perdí el hábito y los patines. Ahora ya los de cuatro
rueditas son una rara avis.
En algún momento
pensé retomar, pero me tragaron los fantasmas, desmoralizada por mis meniscos
averiados y mi sobrepeso, el duelo menopáusico de la persona que era yo con mis
menos kilos y mis menos canas.
Sin embargo, siempre
el renacer nos alcanza y después de morirnos un ratito aparece ahí, gordito y
rozagante, dispuesto a atarse los patines y volver al ruedo.
Así que, panzona y
risueña como una buda cincuentona, hago mis votos de ir por un par de nuevos
patines que me sirvan para volver a volar no importa cuántas vueltas de
corrido. Serán las necesarias para que me miren todos los hombres hermosos del mundo,
para que me admiren las mujeres que no se animan a ponerse el disfraz de sí
mismas. Serán las veces necesarias, las vueltas necesarias para mirar la vida
con ojos de estrenar paisajes, con manos de agarrar nuevos amigos en el
patinódromo, las necesarias para que caerse sea una fiesta y volver a
levantarse otra, y para redundar en todos los hábitos de la Alegría. Para hacer
posta en algún recuerdo rezumante de ternura e imaginar por ejemplo que la Tía
Ana me tira besos mientras me mira como siempre, con sus ojitos puros. Yo la
invito a ponerse un par y a acompañarme a travesurear juntas por ahí, y nos
vamos, entre macetones llenos de rosas chinas.
Luego retorno al aquí
y al ahora, y me quedo dando vueltas por el momento presente y su delicia
inacabada, por la textura incansable del contento nuestro de cada día, por su
nombre impermanente y su alegría de pan tierno.
¡Ahí voy, alas!… ¡Para ustedes el óxido no existe!
(2020)
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