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sábado, 12 de marzo de 2022

OSVALDO BOSSI: de EL POETA COMO CLOWN (fragmentos, 2)



A veces creo que Dios se dijo para sí mismo, un día: A ese chico, que no tiene nada, y que acaso jamás tenga nada, le voy a entregar este don:  el amor por las palabras, con todo lo que eso significa. Ya sé que no es mucho, comparado a la vida, pero todo lo que podrá hacer con ellas… Todo lo que podrá vivir e imaginar.

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Cuando hablo de escribir poesía, el castigo, la autoflagelación, a lo Truman Capote, no es para mí.  Y si lo es, yo no me doy cuenta. Soy muy distraído, o donde los demás ven una cosa yo veo otra.  Eso no quiere decir que tenga razón ni mucho menos. Pero no creo en el castigo ni en la autoflagelación. Escribir fue siempre todo lo contrario: la liberación de ese castigo y una manera, un poco teatral, de protegerme.   

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En uno de sus salmos espléndidos dice Quevedo: Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado. A mí me gusta pensar que la literatura (que es una forma de estar en el mundo) me ha hechizado, y que solo puedo ver la vida a través de ella. El mundo, tal cual es, sin la mediación de la literatura…No sé,  no puedo imaginarlo.

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De lo contrario, me aburro. La vida en sí, me aburre. Las personas, las fiestas, los viajes, la naturaleza…  Lo único que no me aburre es la escritura. Sentado en mi mesa de trabajo, bajo la luz del día o la luz de una lámpara, el tiempo vuela. Yo mismo, vuelo fuera del tiempo. ¿El aburrimiento no será mi histeria?, se pregunta Roland Barthes, siempre agudísimo. Lo pienso y me sonrío.

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Si me fuera a una isla desierta me llevaría dos libros, o mejor dicho tres: la Obra completa de Borges (que en realidad es un libro infinito), los Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes. Y ese largo poema en prosa que es El amante de la China del Norte, de Margerite Duras. No me faltaría nada o casi nada: espejos, laberintos, fantasmas, y una obsesión que, de tan conocida, se vuelve desconocida cada vez.   

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De joven, por ejemplo, escribía libros enteros, llenos de poemas dedicados a un chico determinado. A Raulito Lemos le habré escrito un par, y otros tantos a Omar Horacio, y al hermoso de Alex, que vivía en la esquina de mi casa, también le escribí. Como me enamoraba mucho, escribía muchos libros por aquella época. Libros prolijamente mecanografiados, con título y dedicatoria. “A Raulito Lemos, la única estrella que me guía”, y cosas por el estilo. Sin embargo, todo este esfuerzo no alcanzaba. Ellos leían el libro y después me decían, realmente conmovidos, que yo era un gran poeta, tan grande como Neruda….   Ahora bien, yo no quería ser Neruda.  Sólo quería que me amaran, como en una película de Fassbinder. Que me amaran como yo los amaba a ellos. O un poco menos, eso no tenía ninguna importancia. Tampoco iba a medir el amor en magnitudes. Con que me amaran, de alguna forma, era suficiente. 

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Pero --y esto casi todos lo saben-, el amor es una cosa y la poesía es otra. La poesía puede hablar de amor, puede representarlo mejor que nadie, quizás, con toda su crueldad, con toda su belleza…  Pero no es el amor. No es el amor, al menos, que las personas suelen comunicarse entre sí en el mundo real. El mío, en cambio, era otra cosa. Venía de las palabras o iba hacia ellas. Como ni no pudiera alcanzarlo. Como si no pudiera tocarlo así, con mis dedos. Solo fraguar una aproximación.  

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De la poesía aprendí, ahora que lo pienso, la dulzura y la amargura del amor, pero, sobre todo, la amarga dulzura de escribir libros porque sí, y sin un destinatario determinado. Con Raulito Lemos, sin que mediara ningún verso, tuvimos algunos encontronazos cuerpo a cuerpo, uno más extraordinario que el otro. Al menos para mí. Pero después salía de ese torbellino y escribía un poema sobre su pelo enmarañado en la nuca, sus ojos oscuros… 

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Como si la realidad no alcanzara. Como si la poesía no alcanzara tampoco. Yo iba de una realidad a otra, de una ficción a otra ficción. 

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Sin el amado, no había poesía, y sin poesía, el amado, con toda su potencia sobrecogedora, apenas si cabía en un temblor o una sombra. Yo estaba loco, o loca. Más loca que loco, creo. En fin. 

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Hablo de la poesía de los muchachos No los muchachos en sí, sino la poesía que yo encontraba en ellos, en cada uno de ellos. Todos los días algo nuevo, algo diferente. Yo vivía hechizado, como en el poema de Quevedo. Era un salmo viviente y, por lo mismo, se me hacía difícil respirar.  

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Cuando hablo de la poesía de los muchachos no me refiero únicamente a sus brazos, sus labios, sus amplios pectorales o la brillantez de sus ojos o de su pelo. Es todo eso y mucho más. Los árboles, el cielo, los perros, los automóviles, las fábricas, los camiones de mudanzas… Todo (pero todo) se encontraba, metonímicamente, impregnado por su belleza. 

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No bastaba con cerrar los ojos, porque los seguía viendo igual, como si estuvieran en mí. Era una pesadilla luminosa. El cielo, el infierno y el paraíso, unidos en un mismo relámpago. ¿Qué otra cosa es La Divina Comedia, según Borges, si no el deseo de Dante por alcanzar el amor de Beatriz? Un enamorado recitando tercetos en italiano, eso era yo. Digo yo por decirlo de alguna manera (Vilariño).

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Quien toca un cuerpo toca el cielo, decía Novalis. Bueno, algo así. Aunque solo los tocara con los ojos o con las palabras. Tocar, en definitiva, es una palabra muy amplia y de lo más misteriosa. 

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La voz de la poesía viene de ahí.  Aparece cuando uno menos se lo imagina. Es como un trino, un suspiro, un mínimo jadeo. Y es, al mismo tiempo, un cuerpo, de la índole que sea, presente y ausente a la vez. San Juan de la Cruz y Gelman, Alda Merini y Adelia Prado… Debería implementarse, en el Novísimo Testamento que estamos escribiendo entre todos, estas escrituras. El Evangelio según Anne Sexton, según Olga Orozco…. ¿Se imaginan? Cada mañana, en la misa, cada sacerdote leería un poema de ellas. Lo profano y lo místico, consubstanciados, en un mismo versículo de amor.  Yo sería (estoy seguro) el más devoto de los feligreses. 

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Supongo que fue eso lo que más me atrajo de la poesía: su ambigüedad. Su posibilidad de ser esto y ser aquello, y al mismo tiempo no ser nada. Los muchachos que amaba, por ejemplo, o que deseaba hasta la extenuación, hasta el vértigo, entraban en esa lógica perfectamente.  

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Desde que escribí mi primer poema (a los 15 años) nunca dejé de escribir. Aun en los momentos de sequía, yo sabía que estaba escribiendo. Y lo más importante de todo: que estaba aprendiendo un oficio. En este sentido --al menos al principio-- no importaban los resultados, o por los menos, los resultados no me impedían seguir escribiendo. A cualquier hora y por cualquier razón. Era eso o estar muerto. Sin haber leído todavía a Rilke, algo en mí sentía y pensaba de esa manera. 

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Como si alguien me dictara al oído, palabra por palabra, cada poema. Yo cerraba los ojos y los escribía. Aun hoy, que tengo algún conocimiento del oficio, sigo haciendo eso.  Escribo, aunque no escriba, y cuando escribo, en todo caso, me entrego, como en un trance, a lo desconocido. Esto que parece tan raro, no lo es. A los enamorados y los poetas les ocurre todo el tiempo, con una frecuencia pavorosa.  

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No entiendo a los que se quejan porque no escriben o se quejan porque escriben demasiado.  ¿Qué esperaban? Escribir es algo más que escribir. Escribir es habitar un espacio y un tiempo encantado, aun en mitad del desierto. Sobre todo en mitad del desierto, que es el lugar donde suceden todas las dudas y todos los espejismos. 


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Ya sé que, llegado el punto más alto de la noche, la poesía no alcanza. No es, digamos, una compensación. No importa.

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Si sufro mucho o si no sufro, no tiene la menor importancia. Lo que me diferencia es mi amor por las palabras, en cualquier circunstancia. Sobre todo, en las circunstancias más adversas. Entonces sí, en el cuadro sensible del poema veo hacia dónde voy, reconozco mi reino, mi camino, mi vida (S. de Mello).

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Lo único que lamento de mi propia muerte es no poder escribirla, decía Virginia Woolf. A veces, me ocurre algo parecido. Nostalgia de morirme y no poder escribir un poema que dé cuenta de ese acontecimiento. Aunque, ahora que lo pienso (en poesía al menos)  no es una cosa tan rara. Al contrario, se trata de uno de los hechos más naturales del mundo. Me refiero a eso de morir primero y escribir después…

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De: EL POETA COMO CLOWN

inédito

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